La alegría de los sentidos en San Agustín: Metáforas para el alma

The joy of the senses in Saint Augustine: Metaphors for the soul

Silvia Magnavacca
Graduó magna cum laude en la UBA, donde es Profesora Titular Consulta de Filosofía Medieval. Contato: silmagnav88@gmail.com


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Resumen: Se pasa revista primero a la imagen que habitualmente se tiene sobre el pensamiento agustiniano acerca del cuerpo, y la mirada –supuestamente sombría– que el hiponense habría tenido acerca de la sensualidad implícita en lo corporal. 

Seguidamente se citan y analizan los principales pasajes de la obra de San Agustín donde él se refiere a la sensibilidad externa, esto es, a los cinco sentidos corporales. Se subraya, en cada caso, el realismo y la positividad de sus comentarios al respecto. 

Por último, se muestra cómo tales reflexiones se resignifican en la dimensión metafórica que tales experiencias corpóreas cobran en el célebre “Sero te amavi”.

Palabras clave: San Agustín; Confesiones; sentidos; vida; creación

Abstract: Firstly, the image that we usually have about the body in Augustinian thought, and the point of view –supposedly somber– that the Hipponian must have had about the sensuality which is implicit in the human body, is reviewed. 

Next, the main passages from Saint Augustine's work are quoted and analyzed where he refers to external sensitivity, that is, to the five bodily senses. In each case, the realism and positivity of his comments on the matter are highlighted. 

Finally, it is shown how such reflections are resignified in the metaphorical dimension that such corporeal experiences have in the famous “Sero te amavi”.

Keywords: Saint Augustine; Confessions; senses; life; creation

Demasiadas veces, en parte quizá por la tradición iconográfica, se tiene sobre Agustín de Hipona la imagen casi de un asceta; en todo caso, la de alguien a quien es imposible imaginarse riendo o, mejor dicho, viviendo en una suerte de estado interno de alegría. Una lectura acaso sesgada de sus Confesiones que pone casi todo el acento en el dolor y el arrepentimiento del pasado más que en el gozo del encuentro con Dios, contribuye no poco a esa imagen.

Esto puede ensombrecer la fascinación de su vitalidad personal y, por ende, como autor. En este juego de luces y sombras, quisiéramos poner en relieve hoy las primeras, para lo cual se vuelve imperioso proceder, como corresponde al examinar cualquier pensador, a hurgar en las capas que subyacen en su inolvidable prosa y, sobre todo, a encarar lo afirmado en las Confesiones a la luz de otros textos de su autoría.

Comencemos por revisar caminos ya transitados, especialmente, la concepción antropológica tradicional que el hiponense hereda y que, más allá de la imprecisión terminológica que a veces desespera a cualquier traductor, distingue en el hombre cuerpo, alma y espíritu. Es ésta, desde luego, una de las estructuras trinitarias típicas en nuestro autor, heredero de la tradición recibida a través de San Ambrosio. 

Lo fundamental aquí es que no se trata, en su caso especialmente, de una antropología “tripartita” –adjetivo, en nuestra opinión, decididamente antiagustiniano, por atentar contra la unidad de cada hombre– sino tridimensional: cuando una persona es herida, por ejemplo, es toda ella quien sufre; cuando se enamora, es toda ella quien está enamorada; cuando reza, es también toda ella quien reza. Esto significa que, aun cuando en cada caso es una de esas tres dimensiones la protagonista, la que de algún modo conduce a las otras dos, son todas las que están involucradas, si bien no en el mismo sentido ni con la misma intensidad. Por otra parte, hay siempre en las estructuras trinitarias agustinianas una suerte de jerarquización, puesto que cada instancia supera y, a la vez, presupone a la anterior. Así sucede, por ejemplo, con ser o existir, vivir, y entender: sólo lo que existe puede estar vivo, y sólo lo que –o quien– está vivo puede entender. Y si es cierto –y Agustín lo subraya– que entender es mejor que simplemente vivir (una de las tantas cosas que nuestra cultura ha olvidado al menos preguntarse), no es menos cierto que, para entender, es necesario estar de algún modo vivo, al menos, añadiríamos, hasta donde nos consta. Se trata aquí de verbos, en términos amplios, de acciones. Vamos ahora a dimensiones propiamente dichas.

Sin duda, en las estructuras trinitarias planteadas por el hiponense se destaca, en el caso del hombre, la ya mencionada de cuerpo, alma y espíritu o ratio superior, como muchas veces también lo denomina[1]. Y, también en este caso, el espíritu, instancia suprema y canal privilegiado de vinculación con lo divino, vivifica al alma, y ésta, al cuerpo; desde luego, en términos de análisis, ya que siempre se debe evitar la consideración de estas dimensiones como compartimientos estancos. La vida del cuerpo es el alma, pero la verdadera vida es la que otorga el Espíritu divino que precisamente anima al humano. Por eso, dice el mismo Agustín, hay seres humanos que constituyen sólo cuerpos vivientes, que parecen vivos pero están muertos. 

Con todo, en su concepción, el alma tiene recursos disponibles que le permiten crecer, esto es, cobrar más vida. Y ello le posibilita desear cosas mejores, superiores a las perecederas, las meramente sensibles o las que dependen de la fortuna. Hay que subrayar el verbo “desear”, ya que, adherimos al punto de vista que ve en el pensamiento agustiniano lo que se ha dado en llamar una “metafísica del deseo”. 

Ahora bien, volvamos a la dificultad señalada del uso, muchas veces ambiguo, que Agustín hace de esa tercera instancia, la más alta, que llama mens, ratio superior o animus. Más aún, muchas veces utiliza anima y animus indistintamente; de ahí las distintas traducciones que recibe en diversas lenguas el principio rector de la perspectiva que presentamos. Es una cita que dice: “El alma [o espíritu] efectivamente se alimenta de aquello de que se alegra”, (Inde quippe animus pascitur, unde laetatur) (SAN AGUSTIN, Conf. XIII, 27, 42)[2]. Demás está decir que el unde indica claramente el origen –no necesariamente causa– de la alegría. Por otra parte, la imagen del pascitur, del apacentarse, evoca la serenidad de los campos, el olor, el color y el sabor de la hierba, su tersura, las voces de otros animales… Y, una vez más, Agustín prueba que, para él, el lenguaje nos contiene, es lo que nos torna “con-tenidos” en la realidad y, por ende, con-tentos.  

La cita corresponde al último libro de Confesiones, aunque con resonancias del De Genesi ad litteram. Las versiones alemanas se aproximan a la que se acaba de ofrecer. En cambio, suelen ser más taxativas las italianas “…nutre la mente solo ciò che la rallegra”, y las francesas “…l'âme ne se nourrit que des objets de sa joie“. Menos literales las inglesas “For it is on the ‘fruit’ that the mind is fed, and by which it is gladdened”. En este último caso, la traducción sajona remite, más que a la literalidad de Confesiones, a la exégesis agustiniana de Gen. 1, 9 y 11-12.

Antes de las obras recién citadas, en el De quantitate animae, cuyo eje es precisamente la inmaterialidad del alma, Agustín sugiere que ella tiene ciertas energías propias, suyas, que le confieren mayor audacia y confianza[3]. Es con esa audacia y confianza con las que nuestro autor, enamorado del regalo de la naturaleza –exterior a él– y hambriento de Vida, se lanza a ella. 

Ahora bien, ¿cuáles son los instrumentos, casi se diría los tentáculos, de los que el alma se vale para esto, para devorar la Vida –que ha recibido, no inventado, recordémoslo– y gozarla? La respuesta, sintéticamente expresada es: los cinco sentidos, o sea, los sentidos exteriores, que median entre el mundo material y el alma inmaterial.

En el libro décimo de Confesiones, escribe Agustín:

He recorrido con los sentidos, hasta donde pude, el mundo exterior a mí, he examinado en mí la vida de mi cuerpo y mis propios sentidos. Desde allí entré en los recintos de mi memoria, múltiples latitudes maravillosamente plenas de riquezas innumerables. Consideré todo ello, y quedé sobrecogido. (Conf. X, 40, 65)

Es desde y con esos “tentáculos” de los sentidos como Agustín, el pensador de la interioridad por excelencia, se lanza a lo exterior de sí mismo, a explorar el otro gran regalo de Dios, además de la Escritura: la naturaleza. Ese mundo natural, ese universo, es, como comienza diciendo precisamente el De ordine, ordenadísimo y, por tanto, en virtud de su armonía, bello, a tal punto que –recordémoslo– una de las vías ascensionales de reflexión sobre la existencia de Dios pasa justamente a través de la belleza de lo creado.

Ya en el segundo libro había observado:

También la vida que aquí vivimos tiene su encanto, que es efecto de cierto modo de belleza y de la relación armoniosa con todas las cosas hermosas inferiores. En realidad, las cosas materiales hermosas, como el oro, la plata y demás, tienen una apariencia grata. …  En el tacto carnal, cuenta en gran medida la congruencia de las partes, y cada uno de los otros sentidos encuentra su propia adaptación a los cuerpos. (Conf. II, 5, 10)

En realidad, es éste uno de los textos que se suelen olvidar cuando se pone un excesivo acento sobre lo que llamamos el aspecto más sombrío del hiponense. Ya desde el inicio de las Confesiones, este supuesto desvalorizador del mundo, de lo inferior por externo, no hace sino reivindicarlo. Y explícitamente señala, particularmente en la referencia al tacto, a los sentidos como preciosos exploradores del mundo.

Hay un curioso tratamiento de ellos en la exégesis agustiniana del Evangelio de Lucas sobre el hombre que ofreció un banquete y las excusas que dieron sus invitados para no asistir y gozar de su hospitalidad (Cf.  Lc 14,16-24). En efecto, en el Sermo que dedica a este pasaje, el obispo de Hipona se detiene en el pretexto de uno de los invitados al banquete, el cual, comparado con el que ofreció otro, cuya disculpa fue que debía asistir a su propia boda, parece muy banal. En efecto, escribe Agustín:

Otro dijo: he comprado cinco yuntas de bueyes ¿No hubiera bastado decir «he comprado bueyes»? Sin duda hay algo aquí cuya oscuridad nos instiga a investigarlo y entenderlo y, al estar cerrado, nos invita a llamar [alude, ciertamente, al my-sterio de lo literal a desentrañar justamente en una lectura alegórica. Veamos cómo procede] Las cinco yuntas de bueyes son los sentidos corporales. De todos es conocido que los sentidos de la carne son cinco. Si algunos no se han percatado de ello, cuando se les hace notar lo reconocen sin duda. Cinco son, pues, los sentidos que hay en el cuerpo: la vista en los ojos; el oído en las orejas; el olfato en las narices; el gusto en el paladar y el tacto en todos los miembros. Con la vista percibimos lo blanco, lo negro, cualquier clase de color, lo claro, lo oscuro. Con el oído percibimos tanto el sonido grave como el agudo. Con el olfato percibimos el olor suave o fuerte. Con el gusto, lo dulce y lo amargo. Con el tacto sentimos lo duro y lo blando, lo suave y lo áspero, lo caliente y lo frío, lo pesado y lo ligero. Cinco son los sentidos y son pares. Esto es fácil de ver en los tres primeros, pues dos son los ojos, dos las orejas y dos los orificios nasales. He ahí tres yuntas. En las fauces, es decir, en el sentido del gusto, también se encuentra cierta duplicación, porque nada se percibe por el gusto si la lengua y el paladar no lo tocan. En el placer de la carne que corresponde al tacto es más difícil percibir esa duplicidad, pero él es, a la vez, interno y externo; luego también hay aquí un par. ¿Por qué se dice que son yuntas de bueyes? Porque a través de los sentidos físicos se buscan las cosas terrenas y los bueyes remueven la tierra. 

Ahora bien –prosigue Agustín– hay hombres alejados de la fe, entregados a menesteres terrenos, ocupados en las cosas de la carne. No quieren creer en nada que no perciban por uno de los cinco sentidos de su cuerpo. Ponen en estos sentidos la regla de toda verdad para sí. ‘No creo –dice alguno– más que lo que veo; eso es lo que conozco, eso es lo que sé. Es blanco, es negro, es redondo, es cuadrado, es de este o de otro color: lo conozco, lo sé, lo admito; me lo enseña la naturaleza misma. Nadie me obliga a creer lo que no se me puede mostrar. Suena una voz: siento que es una voz: canta bien o mal, es suave o ronca, lo conozco, lo sé, llegó hasta mí. Huele bien, huele mal; lo percibo, lo sé. Esto es dulce, aquello amargo; esto salado, aquello insípido: todo lo que me digas más allá de esto, lo ignoro. Palpando conozco lo que es duro o blando, lo que es suave o áspero, lo que está caliente o frío: ¿qué otra cosa me vas a demostrar?’. (SERMO 112, 3)

Lo primero a destacar en este párrafo es la meticulosidad que pone de manifiesto el hiponense en señalar los límites de los sentidos externos en orden al conocimiento. Curiosamente indica la necesidad que tiene cada uno de ellos de un doble canal de transmisión de lo externo a lo interno. Con ello, acaso esté insinuando cierta insuficiencia o incompletitud de los sentidos tomados en sí mismos. 

¿Cómo se cancela esta insuficiencia? Una estudiosa chilena, María José Ortúzar Escudero, ha insistido sobre el traspaso del dominio de los sentidos corporales a la actividad de un plano superior y el distanciamiento de la percepción física... (ORTÚZAR ESCUDERO, 2020, 29-38)[4].

Dos observaciones sobre este excelente resumen: la primera es simplemente recordar, una vez más, que en la terminología agustiniana la jerarquización tridimensional a la que hemos aludido plantea, como hemos dicho, de menor a mayor grado, corpus, spiritus o mens, y ratio superior o intelligentia. La segunda consideración que se debe hacer es que, cuando el hiponense habla de imágenes sensibles, esto es, de las que, desde el mundo físico exterior, nos allegan los cinco sentidos, tales datos, si así puede llamárseles, tales imágenes son recibidas y elaboradas también por un tipo de sensibilidad, la que se llama “sensibilidad interna”, a la cual pertenecen la imaginación y, como se ha visto, la memoria. Recordemos que Agustín confesaba, después de su recorrido por el universo de los cinco sentidos externos, haber “entrado en los recintos de mi memoria, múltiples latitudes maravillosamente plenas de riquezas innumerables. Éstas son las verdaderas imágenes sensibles, aquellas con que sentimos lo claro y lo oscuro, lo dulce y lo amargo, lo áspero y lo terso, etc. Con ellas, se elabora la doctrina agustiniana de la percepción en esa dimensión de la sensibilidad interna que pertenece al anima. Es ella, en su indudable interioridad la que “se digna” notificarse, tomar nota de esos datos que, si no fuera por los sentidos externos, no recibiría. Lo hace, principalmente, a través de la phantasia o imaginación y de la memoria. Pero estamos ya aquí en otro plano, conectado naturalmente con el corporal, pero que es ontológicamente distinto: el del alma. Ésta cobra así una suerte de primera conciencia de lo que le afecta al cuerpo (Cf. SAN AGUSTIN, De quantitate animae 25.48)[5]. Sea como fuere, siempre conviene subrayar que esto se da sólo parcialmente, es decir, sólo en los que concierne a los entes individualmente percibidos.

Digamos, de paso, que siglos después algunos autores medievales se mostrarán poco convencidos de la pasividad anímica en el proceso de la percepción que ven en Aristóteles, y, como señala Pasnau, volverán a la inspiración agustiniana al respecto (Cf. Pasnau, 1997). De hecho, la obra de Robert Kilwardby, De Spiritu Phantastico ya pone sobre la pista de la concepción del hiponense sobre la percepción que bien podría traducirse por “sensación”. En este sentido, podemos mencionar, además, a Guillermo de Auvernia, Juan Peckham y Mateo de Acquasparta, entre otros.

Pero volvamos a nuestro autor. La sensación o percepción no es todavía conocimiento propiamente dicho; de ahí el rechazo de las conclusiones, de alguna manera escépticas, que Agustín manifiesta respecto del interlocutor imaginario que cierra el Sermo 112 citado al principio. Sin embargo, constituyen el comienzo, por así decir, “funcional” del conocimiento: puesto que somos seres encarnados, le proveen al alma los primeros materiales necesarios para el conocimiento del mundo. Por eso constituyen lo que el obispo de Hipona llama “las puertas de la carne”.

Esto hace que haya en Agustín una distinción clara entre los “sentidos” (sensus) como capacidades, o menor aún, instrumentos, que son corpóreos y el acto de sentir que es percibir (sentire) (Cf. LEWIS , 2019).

Ahora bien, ¿cabe llamar a esta notificación del alma “conciencia”? Diríamos que la respuesta no puede ser sino ambigua, habida cuenta de lo que nosotros entendemos hoy bajo esta última palabra[6]. En tal sentido, quizá sería preferible utilizar el agustiniano vocablo intentio, sin traducirlo todavía, dadas sus múltiples acepciones, tema sobre el que se retornará.

En síntesis, los objetos de la percepción o sensación son externos; esto es, existen cosas independientes del alma. Pero es por medio de las imágenes internas como nosotros percibimos esas cosas externas. Están, por así decir, en lugar de ellas. Por eso, Agustín define la sensación o percepción como una experiencia del cuerpo de la que el alma se anoticia. Tomemos el caso de la vista.

Hay tres elementos que Agustín señala como participantes en la visión corpórea: la imagen visible –todavía no “vista” realmente– del cuerpo, su imagen impresa en la sensibilidad interna –que es visión y “sentido informado”– y la intentio o, en este caso, atención del ánimo, como expresa en el De Trinitate (Cf. XI, II, 4.). De este modo lo entiende Prosperi (2017, p. 21) cuando dice: “el objeto visible es al sentido de la vista lo que la imagen del objeto en la memoria es a la mirada del alma; por lo mismo, la visión sensible del que mira es al objeto corpóreo lo que la visión del alma es a la imagen del cuerpo que está en la memoria”.

Por su parte, y de manera coherente con su planteo general, María José Ortúzar (2020, p.31, nota 21) recuerda que: 

En el libro duodécimo de su De Genesi ad litteram, el obispo de Hipona distingue entre visio corporalis, visio spiritualis y visio intellectualis. La primera se refiere a la visión corporal a través de los ojos, la visio spiritualis describe el género de visiones ‘por el que nos representamos en el alma las imágenes de los cuerpos ausentes’ y la visio intellectualis aspira a la visión divina, que no requiere ninguna mediación a través de imágenes … Ésta es la que le permite ver no mediante enigmas, sino mediante la idea (per speciem) – es decir, directamente – hasta donde lo permite la mente humana y de acuerdo con la gracia divina.

Se trata, sin duda, de un verdadero resumen de la cuestión.

Detengámonos en el proceso que siguen los sentidos, lo cual nos impele a comenzar por lo exterior que es donde están los entes cuyos “mensajes” impactan al cuerpo o lo impresionan a través de un medio. En los textos agustinianos, la vista está asociada al espacio; el oído al tiempo, el olfato con el respiro, el gusto con la comida, y el tacto con la unión corporal o física.

En la reflexión que el hiponense hace en el De música, de hecho, parte de la plenitud de la experiencia subjetiva que pone en juego primero el cuerpo, después el alma con su sensibilidad y finalmente se detiene en la razón, lo central de este tratado en particular. En un primer momento hay una apreciación estética –en el sentido originario del término– del ritmo. Y esto genera placer, con la consecuente alegría que él produce y que será después –sólo después– analizado en términos teóricos. En ese placer, el cuerpo y el oído en particular, son jueces en una “escucha efectiva”, como observa Marianne Massin (2005, 63–75). No obstante, lejos de despreciar el oído, el De musica se concentra en combatir la pereza que lo vuelve dependiente de lo que halaga nuestra sensualidad. Al contrario, ejercitado y guiado por la razón, se conduce al oído a placeres siempre más sutiles y exigentes, pero placeres al fin. Ciertamente no es por una pura aprehensión matemática como el oyente discierne la conveniencia de un ritmo sino por la cualidad del placer que experimenta, confiándose en el oído. Y, no obstante, es la intentio, que aquí sí aparece como atención, la que lo lleva precisamente a “prestar oído” y así aumentar su placer en la alegría del ritmo y la armonía de los sonidos.

Con todo, conviene, como escribe Agustín, “escuchar con el oído como mensajero y la razón por guía” (De música V, 2). Comienza a sobrevolar en este añadido la idea de regulación.

Pero lo que interesa subrayar aquí para nuestro tema es la alusión al placer que aparece también en la mención de los demás sentidos. En efecto, los primeros escalones hacia la memoria Dei en el célebre libro X de Confesiones comienzan desde el cuerpo, desde lo que le es placentero. En este sentido, se recorren textualmente las cinco “puertas de la carne”: “la belleza de un cuerpo, el encanto de un tiempo, el resplandor de la luz, esa amiga de los ojos, dulces melodías de toda clase de cantilenas, la fragancia de flores, perfumes y aromas, el maná y las mieles, los miembros gratos a los abrazos de la carne…” (SAN AGUSTIN, Conf. X, 6, 8)[7]. Es como si Agustín estuviera imaginando el Jardín del Edén y el estadio previo a la caída.

Con todo, aún después de ella, todas estas sensaciones siguen estando al alcance de los hombres. El problema –en este orden de cosas, el único problema– es que no siga ascendiendo, esto es, que su intentio queda fijada, atrapada en las sensaciones que le procuran goces parciales y no siga avanzando hasta la misma fuente de ellos en la extensio. Dicho de otra manera, que se prive del gozo total, eterno e infinito. Respecto de la mencionada parcialidad, cabe acotar lo que él mismo dice sólo unas líneas más adelante:

[Dios Creador] ordenó al ojo que no oiga y al oído que no vea, sino que yo vea por aquél y oiga por éste y determinó a cada uno de los demás sentidos su sede y función propia. Aunque esas funciones son diversas, las llevo a cabo a través de ellos yo, una única alma. (SAN AGUSTIN, Conf. X, 7, 11)

Una vez más, tal unificación todavía no alcanzó el grado de la extensio.

El problema, pues, no es la alegría de los sentidos sino el detenerse en ellos. Por eso, en este mismo libro, el hiponense pasa revista, con carácter de ejemplaridad, a la situación en la que se encontraba respecto de cada clase de placer sensorial.

Como se trata de una confesión –esta vez, en el sentido más lato del término– comienza por aquellos placeres que más lo han atraído: los del tacto, los de los dulces abrazos de la carne, que comienzan, además, por los procurados por la vista. A ellos dedica el capítulo 30 del libro X de Confesiones. Y hay en este tramo una interesante reflexión sobre la que conviene detenerse porque refuerza la noción agustiniana de la percepción como algo interior, propio del alma en la que intervienen la memoria sensible y la imaginación, propias la sensibilidad interior. En efecto, dice allí: 

…todavía viven en mi memoria, de la que mucho he hablado, las imágenes de esas cosas [lascivas], que la costumbre fijó en ella. Me asaltan cuando estoy despierto y, en realidad, entonces carecen de fuerza. Pero, en sueños, no sólo llegan hasta el deleite sino inclusive hasta el consentimiento y a algo muy similar al acto mismo. Y tanto poder tiene sobre mi carne la ilusión de la imagen en mi alma, que falsas visiones me inducen en el sueño a actos a los que las verdaderas no me inducen durante la vigilia. (30, 41)

Se trata, pues, de imágenes mediante las que se recuerdan táctiles que fueron fijadas en la memoria sensible, que producen un deleite, un placer que escapa al control de la razón. Tal deleite, que puede producir alegría en el no consagrado, ha de estar regulado por la razón y es un placer prohibido, por tratarse del Agustín ya consagrado. Sin embargo, recordemos que, cuando se habla del poder regulador de la razón, ya se está en el tercer plano, el plano superior del espíritu o mens.

Respecto de un segundo sentido, el del gusto, que trata desde los párrafos que van del 31, 43 al 47, el hiponense se confiesa menos débil y aun apela a pasajes paulinos al respecto: 

Hay otra malicia en el día y ojalá que el día bastara para consumarla. En efecto, reparamos el diario desgaste del cuerpo con la comida y la bebida …  el placer expulsa mis dolores, pues el hambre y la sed son como dolores: queman y como la fiebre matan, si no interviene la medicina de los alimentos. Pero como ésta está disponible para nuestro consuelo, por tus dones, por los que pones al servicio de nuestra debilidad la tierra, el agua y el cielo, se llama “delicias” a esto (31, 43) … La embriaguez está lejos de mí. Apiádate, para que no se acerque. Pero la glotonería de vez en cuando repta en tu siervo; apiádate, para que se aleje de mí. Pues nadie puede ser continente, si Tú no se lo concedes (31, 44) … ¿quién es, Señor, ¿el que no se deja llevar un poco más allá de los límites de la necesidad? Quienquiera que sea, es grande. Que exalte la grandeza de tu nombre (31, 45) .... no hay alimento que nos haga recomendables a Dios; que nadie ha de juzgarnos por lo que comemos o lo que bebemos; que el que come no desprecie al que no lo hace, y el que no come no juzgue al que lo hace. (31, 46)

Como nota al pie, cabe añadir que en el comentario a algunos salmos, así como en el De Genesi ad litteram opus imperfectum, Agustín relaciona los sabores desagradables, como lo agrio generalmente a la iniquidad, mientras que lo amargo puede estar más relacionado con el dolor producidos por los propios pecados. Respecto del último pasaje citado, algunos puntos merecen ser destacados sobre esta cuestión de los placeres del gusto y la alegría consecuente que deriva de la comida y la bebida. En primer lugar, la moderación aun en lo que se subraya que es bueno en cuanto don divino al hombre para la preservación y salud de su cuerpo. En segundo término, el abstenerse de juzgar en la elección que cada uno hace en relación con el tipo de comida y bebida. Y, en tercer lugar, la habitual invocación a la Gracia, al auxilio de Dios. 

Esto último conduce directamente a un tema central: la de la recta ratio que debe regular cualitativa y cuantitativamente la ingesta con la que se vincula el sentido del gusto. Esto es, poner límite a una sensación placentera y natural es cometido de una razón que muchas veces no se basta para ello, con lo que requiere la ayuda divina. No porque dicha sensación no sea buena en sí y deleitable sino porque no lo es su ab-uso. En este sentido, el tratamiento del sentido del gusto es paradigmático. “se han de sujetar las riendas del paladar, aflojándolas y estirándolas con moderación. Pero, ¿quién es, Señor, ¿el que no se deja llevar un poco más allá de los límites de la necesidad? Quienquiera que sea, es grande”, termina diciendo este párrafo.

El siguiente aborda el sentido al que Agustín menos atención concede: el del olfato. Esto sólo ocupa un breve párrafo en el libro X, el 32, 48:

La atracción de los perfumes no me preocupa demasiado. Si están ausentes, no los busco; si presentes, no los rechazo, dispuesto a prescindir de ellos aun para siempre … [Pero] cuando mi espíritu se pregunta sobre sus propias fuerzas, no cree fácilmente poder fiarse de sí mismo.

Puede sorprender, especialmente a quien se haya deleitado con El Cantar de los Cantares, esta escasa atención prestada por el hiponense al sentido del olfato, es decir, al placer de la fragancia de las flores, de la naturaleza en general y aun de la piel de algunos cuerpos humanos. Por otra parte, Agustín usa profusamente la expresión flagrantes bono Christi odore que traduce por un “ardiendo” o “enamorados por el buen olor de Cristo” (Cf. VIZCAÍNO, 2008,517-542).

Por último, Agustín reserva un lugar no poco importante, en esta suerte de examen de conciencia, a los placeres auditivos que tanta alegría le procuraban. Dice al respecto en 33, 49-50:

Los deleites del oído me habían envuelto y subyugado de un modo más tenaz … Toda la diversidad de sentimientos de nuestro espíritu encuentra en la voz y en el canto los modos que le convienen y se excitan con no se qué secreta afinidad … Toda la diversidad de sentimientos de nuestro espíritu encuentra en la voz y en el canto los modos que le convienen y se excitan con no se qué secreta afinidad. Pero el deleite de mi carne, al que no conviene conceder que enerve al espíritu, a menudo me traiciona. Entonces, el sentido no secunda a la razón, resignando el primer lugar, sino que, por el hecho de haber sido admitido por ella, llega a pretender precederla y guiarla.

No sin vacilación, pues, el obispo de Hipona, sensible al encanto de la armonía musical, la admitirá como soporte de las palabras dirigidas a Dios. Con todo, es importante reparar en que, una vez más, puesto que se trata de una confesión –reiteramos, en el sentido tradicional del término– la razón, expresada en las palabras de los himnos litúrgicos, debe preceder a su manifestación musical cuya función es la de atraer.

Es necesario subrayar, a propósito de esto, que el De música tiene en realidad poco que ver con el tema que nos ocupa: tiene relación más bien con las cuestiones relativas al quadrivium más que con las sensaciones, menos aún con los sentidos.

Por último, nuestro autor aborda las percepciones visuales que trata los párrafos 34, 51-53:

Aman los ojos las formas bellas y variadas, los nítidos y amenos colores. Durante todo el día, mientras tengo los ojos abiertos, me alcanzan sin darme tregua, como en cambio me la dan las voces que cantan y, algunas veces, en el silencio, todas las voces. Pues la reina misma del color, la luz, que inunda todo lo que se ve, me alcanza de mil maneras y me acaricia, dondequiera esté yo durante el día, aun cuando, atento a otras cosas, no me fije en ella … ¡Qué de innumerables seducciones añaden los hombres a las atracciones naturales de los ojos, … así como en las pinturas y en las distintas representaciones que van más allá de la necesidad! … La belleza que a través del alma se transmite a las manos del artista proviene de aquella belleza que está sobre las almas y por la que suspira la mía día y noche.

Obvia es la importancia que en un autor como Agustín tiene la seducción de la belleza. Pero lo que él busca, más allá incluso de Platón, es esa Belleza suma, que –a diferencia de las cosas hermosas, sabrosas, perfumadas, sonoras o tersas–, constituye fuente inagotable de alegría.  

Por eso, su discurso sobre la alegría de los sentidos se puede resumir en una idea central: la de advertir que las metáforas expresables en los términos de nuestros sentidos pueden mover nuestro corazón desde el regalo de la Creación a contemplar al Creador. 

Finalmente, ya en la instancia más alta, la del espíritu, la de la ratio superior, se llega a la alegría plena de los sentidos sublimados:

¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera te buscaba. Y sobre todas las hermosas formas que hiciste, yo, deforme, me precipitaba. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Lejos de ti me retenían esas cosas que, si no existieran en ti, no existirían. Llamaste, y tu grito abrió mi sordera. Relampagueaste, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tu fragancia e inspiraste a mi espíritu el anhelo de ti. He gustado tu dulzura, y tengo hambre y sed. Me has tocado, y ardí en tu paz. (27,38)

Referencias

San Agustín. Las Confesiones. Estudio preliminar y traducción de Silvia Magnavacca. Buenos Aires: Losada, 2005.
Lewis, B.A. The Senses and Sensory Metaphors in Augustine’s Early Works, tesis doctoral presentada en la Catholic University of America, 2019.

Massin, M. L’esthétique augustinienne. Laval théologique et philosophique, 6, 2005, 1: 63–75.

Ortúzar Escudero, María José. Las metáforas sensoriales y el conocimiento de Dios en algunos textos de San Agustín. Revista Chilena de Estudios Medievales, Número 18, 2020: 29-38. 

Pasnau, R. Theories of Cognition in the Later Middle Ages. Cambridge, 1997.

Prosperi, G. Lux corporea lux incorporea: el ojo de la carne y el ojo del alma en Agustín de Hipona. Revista Española de Filosofía Medieval, 24, 2017: 19-33. 

Vizcaíno, Pío de Luis. Comentario a la Regla de San Agustín. Est Ag 43, 2008: 517- 542. 

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[1] El viejo y siempre clásico ensayo de Etienne Gilson, Introduction a l’étude de Saint Augustin, analiza con precisión el uso y la localización de estos términos. A su índice remitimos, pues, considerando que en esto radica su mayor y más vigente valor, mucho más que en el enfoque con que aborda el pensamiento agustiniano en su conjunto

[2] Todas las citas de esta obra corresponden a: San Agustín, Las Confesiones, estudio preliminar y traducción de Silvia Magnavacca, Buenos Aires, Losada, 2005. También son traducciones propias las de otros textos agustinianos.

[3] Cf. De quantitate animae 22, 38: Nisi quis dicat habere quasdam suas vires animam, quibus ei maior audacia, vel fiducia pariatur.

[4] Los pasajes agustinianos a los que remite allí son, fundamentalmente, extraídos del De Genesi ad litteram, XII,9.

[5] Dice allí, por ejemplo, “sensus est certe omnis passio corporis non latens animam”.

[6] Véase sobre el particular el excelente trabajo de Tamer Nawar, “Augustine on Active Perception, Awareness, and Representation”, en Phrónesis 66 (2021) 84-110.

[7] Véase también  En. in Ps. 144, 7.