Luce López-Baralt
PHD pela Harvard University. Profesora Distinguida en la Universidad de Puerto Rico, y ha recibido un doctorado honoris causa de la Universidad de Puerto Rico y otro de la Universidad Complutense de Madrid. Vicedirectora de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, correspondiente de la Real Academia Española y de la Academias Mexicana y Dominicana de la Lengua Española, Miembro del Consejo de Honor de la Cátedra Mario Vargas Llosa y Vicepresidenta de la Asociación Internacional de Hispanistas. Contato: lucelopezbaralt@gmail.com
Resumen: San Juan de la Cruz, que practicó toda la vida la ascética monacal del ayuno de las palabras, sabe bien que no basta con no hablar. El asunto es mucho más complejo, pues al haber experimentado al Dios vivo en la forma del más absoluto de los silencios –la unión teopática sobrepasa las palabras–, comprende que no puede decirlo como no sea con el silencio mismo. Sólo así es que logrará comunicarnos cosas "para cuya expresión no estaba hecho el lenguaje", como proponía Henry Bergson. De ahí que se las ingenie para comunicarnos literariamente algo de ese silencio infinito que fue Dios para él. En el momento en que San Juan silencia su lenguaje, es que logra desilenciarlo. Ya no se trata de una simple negación de significado, sino de una sugerencia avasallante: el trance extático fue, literalmente, Indecible. Abordamos en este ensayo cómo el poeta se las ingenia para lograr decir su experiencia sin decirla.
Palabras clave: San Juan de la Cruz; poesía mística; silencio; vida; metáfora
Abstract: Saint John of the Cross, who practiced the monastic asceticism of fasting on words during all his lifetime, knows well that not speaking is not enough. The matter is by far more complex, because having experienced the living God in the form of the most absolute silence –the theopatic union surpasses words– he understands that he cannot say it but with silence itself. Only in this way will it be possible to communicate things "for whose expression language was not made", as Henry Bergson proposed. Hence, he manages to literarily communicate to us something of that infinite silence that God was for him. The moment Saint John silences his language, he manages to dis-silence it. This is no longer a simple denial of meaning, but rather an overwhelming suggestion: the ecstatic trance was literally, Unspeakable. In this essay we address how the poet manages to say his experience without saying it.
Keywords: Saint John of the Cross; mystic poetry; silence; life; metaphor
Y sigo tejiendo una urdimbre de palabras
siempre renovadas
tan solo para ocultarte
(Annemarie Schimmel)
“¿Qué podría decir [acerca de la experiencia mística?] No quiero construir más muros en torno a ella, no sea que quede afuera del todo” (MERTON 1996, p. 127). La queja de Thomas Merton se une a la queja inmemorial de todos los místicos: la tenaz, irremediable insuficiencia del lenguaje para dar cuenta adecuada de lo ocurrido más allá del espacio-tiempo en la cima del alma. La dificultad comunicativa inherente a ciertas experiencias cúspides es palmaria, como nos recuerdan los filósofos del lenguaje, desde Platón hasta Ludwig Wittgenstein, pero se potencia al máximo cuando se trata de la más enaltecida de las vivencias posibles: el ensanchamiento infinito del alma al momento del abrazo ontológico con Dios. Es del todo imposible traducir un trance suprarracional a través del instrumento limitante del lenguaje.
Las palabras inadecuadas con las que se ha abordado el misterio del éxtasis transformante, que no es susceptible de verificación racional, hablan por sí solas de la dificultad comunicativa que les es tan propia. De ahí que muchos místicos, como la Madre Ana de Jesús, destinataria del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz, hayan reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis o experiencia directa de Dios que acontece sin mediación alguna.
Pocos escritores han asumido la derrota verbal inherente a la experiencia extática con la lucidez de San Juan de la Cruz. El poeta se sintió abrumado por la naturaleza ininteligible del trance que intentó comunicar sirviéndose de un puñado de palabras desvalidas. Las quejas de San Juan frente a lo imposible de su empresa, asegurando que el intento de comunicar aquello (Cántico B 38,9) que le ocurrió en otro plano de conciencia es de suyo imposible. Lo único que queda claro de la experiencia abisal es su condición indecible: “del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería que ello es menos si lo dijese” (Llama 4,16)[1]. La experiencia fruitiva del Dios vivo desafía siempre el entendimiento humano: “Dios, a quien va el entendimiento, excede al [mismo] entendimiento, y así es incomprensible e inaccesible al entendimiento; y por tanto, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando (Llama 3, 48). En la Noche oscura (II, XVII, 3) el poeta insiste en la radical insuficiencia del lenguaje ante la vivencia sobrenatural:
Como aquella sabiduría interior […] no entró al entendimiento envuelta […] con alguna […] imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa […] no saben dar razón ni imaginarla para decir algo de ella […]. Bien es así como el que viese una cosa […] cuyo semejante […] jamás vió, que aunque la entendiese y gustase, no la sabría poner nombre ni decir lo que es, […] y esto con ser cosa que la percibió con los sentidos; cuanto menos, pues, se podrá manifestar lo que no entró por ellos.
El poeta autoriza su afasia mística con una cita de Jeremías “cuando, habiendo hablado Dios con él, no supo sino decir: a, a, a” (NOCHE II, XVII, 4). Como aquello “por palabras no se puede explicar”, San Juan admite que en el prólogo a su “Cántico” que habla en “dislates”—es decir, “disparates”, como otrora había hecho Salomón en los misteriosos Cantares. Cuando se habla en “dislates” lo único que se hace es apuntar, balbuceando, hacia una experiencia abisal, pero no comunicarla ni ilustrarla. La inefabilidad constituye para el poeta un hecho de conciencia inherente a la alta contemplación: el alma “echa de ver cuán lejos y cortos y en alguna manera impropios son todos los términos y vocablos con que en esta vida se trata de las cosas divinas” (NOCHE II, XVII, 3).
El alma no sólo no sabe decir, sino que ni siquiera siente deseos de decir. El raciocinio humano se queda corto ante la vivencia directa de Dios. Los sentidos, otro tanto: son incapaces de percibir ese secreto lenguaje de Dios, por lo que “no lo saben ni lo pueden decir, ni tienen gana, porque no ven cómo” (NOCHE II, XVII, 4). San Juan reitera la deseabilidad de optar por el silencio en la Noche: “En aquel aspirar de Dios yo no querría hablar ni aun quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería menos si lo dijese […] y por eso aquí lo dejo” (NOCHE II, XX, 4).
Entre líneas, el Reformador nos confiesa con humildad que es un “poeta sin ganas”. Tanto así, que termina por aconsejar el silencio como la opción más sensata ante la tarea de comunicar lo vivido más allá del espacio-tiempo: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene” (Llama 2,21). Y callarlo el que lo tiene. No olvidemos las palabras del poeta, porque a respaldar su lucidísimo aserto van precisamente dedicadas estas páginas.
Paradojalmente, es en el contexto de un poema --el “Cántico espiritual”– en el que San Juan de la Cruz homenajea el silencio. Pero un poema siempre es un constructo verbal, por sublime que sea, y ya sabemos que el poeta ha advertido lo desvalido que es el lenguaje ante la vivencia mística infinita. Con todo, intentaré rastrear esos altísimos versos del “Cántico” que homenajean el silencio, y que me parecen los más sapientes de toda la poesía de San Juan.
El “Cántico”, heredero directo de la delirante historia de amor del Cantar de los cantares[2], describe cómo la esposa se lanza, disuelta en una ráfaga enamorada[3], a zaga de la huella de su Amado. Buscando a quien más ama, la protagonista poética sobrevuela fugazmente los espacios, que parecerían írsele disolviendo mientras los mira desde lo alto, sin realmente hollarlos. Después de evadir majadas, oteros, montes y riberas, y tras interrogar sin fortuna a los pastores, a los bosques y a las espesuras por el paradero de su Amor, la emisora de los versos se detiene de súbito ante una fuente de aguas plateadas. Y expresa, exaltada, un extraño deseo:
¡Oh cristalina fuente!
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
Advertimos que ha anochecido en la extraña égloga pastoril sanjuanística, porque la luz plateada sobre el agua de la alfaguara delata el brillo de una tenue luz lunar. La ruptura del poeta con la estructura de la bucólica clásica, cuyos cantos se silencian al atardecer, tiene pleno sentido en su nuevo contexto místico, tan personal: en este instante tiene que caer simbólicamente la noche porque los sentidos de la protagonista se anochecen: las secretas transformaciones del alma se van a dar más allá del umbral del mundo corpóreo, que queda a ciegas.
El peregrinar de la viajera ha cesado, pues, porque para reflejarse en el espejo de la fuente es imperativo detenerse. La Esposa tiende su mirada ahora en el manantial, que tiene el cromatismo iridiscente propio del estado alterado de conciencia. El intento de auscultar su persona en el azogue podría, en principio, ser peligroso: ya sabemos del destino de Narciso frente a las aguas. Pero en esta extraña escena nocturna los prodigios se suceden: cuando la protagonista poética se mira en el manantial autónomo, no ve su rostro. Se enfrenta, en cambio –ya lo he explorado en estudios previos (Cf. LÓPEZ-BARALT 1998, 1985/90 y 2023)– a una sorpresa descomunal: ha perdido su identidad. No tiene rasgos físicos ni bulto corpóreo, porque las aguas de la fuente no la reflejan. San Juan subvierte el mito de Narciso, que se miró en las aguas y se enamoró de sí mismo: aquí la protagonista se va a enamorar de sí misma –pero con todo derecho– pues está en proceso de transformarse en lo que más ama. El poeta comienza, ya desde aquí, a emprender la ardua tarea de sugerir algunas nociones fundamentales del éxtasis transformante.
El manantial encendido, que se niega a dibujar el rostro de la esposa, le devuelve en cambio unos ojos. Parecería que son suyos, pues los lleva dibujados en sus entrañas, pero a la vez son los del Amado, al que desea encontrar al fin experiencialmente. Advirtamos que expresa su anhelo usando el “si” condicional: si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados... La esposa aun no posee esos ojos: todavía le son unos ojos deseados. San Juan pinta de manera magistral el deseo, la intuición de lo que está a punto de sobrevenirle a la Esposa: los ojos que le devuelve la fuente por anticipado son simultáneamente de él y de ella, ya que, aunque parecen ojos ajenos que flotan sobre las aguas, donde están grabados es en las entrañas de la que se mira en el manantial, “grávida de una mirada”, como dice con delicadeza José Angel Valente.
La fuente reveladora es el espacio –el espejo– de su propia identidad. Fons sellata había llamado el Amado a su Sulamita en los Cantares (Ct. 4,12), y La Esposa del “Cántico” es, a su vez, ella misma la fuente, porque el espejo nos devuelve siempre nuestra ipseidad. Inesperadamente, el ansioso ¿adónde? que inaugura el poema se nos comienza a contestar. ¿Adónde te escondiste, Amado? La respuesta es sobrecogedora: “En mí misma”. En este preciso instante el espejo nocturno alecciona a la Esposa acerca de los límites de su propia identidad, y le permite descubrir que su Amado estaba todo el tiempo en ella misma. The kingdon is within, había dejado dicho Alfred Lord Tennyson, que no es otra cosa que el inveterado In interiore hominis habitat veritas agustiniano. El narcisismo de la amada no era pues peligroso, pues fue capaz de trascenderlo para pasar del ego al yo compartido con Dios: el solemne misterio del unus ambo.
La protagonista del “Cántico” mira pues los ojos en la fuente, que parecen estar simultáneamente allí y en sus entrañas; ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencias entre ambas miradas espejeantes que se auto-contemplan. La protagonista intenta contemplar a Dios en la alfaguara y termina contemplándose a sí misma en Dios. Como apunta Michael Sells en otro contexto: vision has become self-vision (la visión se ha convertido en autovisión) [...] En ese momento es cuando ocurre un cambio de perspectiva: en vez de tratarse de la contemplación humana de lo divino (una relación de sujeto-objeto) lo divino se revela a sí mismo dentro del corazón del místico” (SELLS,1994, pp. 121 y 131). El poeta explica la experiencia de la extinción del ego en sus glosas: “Es verdad decir que el Amado vive en el amante, y el amante en el Amado […] cada uno es el otro y […] entrambos son uno por transformación de amor” (Cántico B 12,7). En estudio aparte (López-Baralt 1998) me he ocupado de la compleja intertextualidad literaria de la fuente nocturna, pero aquí nos importa considerar lo esencial de la escena: ha quedado tan solo una mirada encendida flotando sobre las aguas de la fuente. Al menos, así lo anhela la esposa.
Insistamos en lo que la amada suplica a la fuente de su propio ser: “Si en esos tus semblantes plateados / formases de repente los ojos deseados…”. El condicional “si” y el adjetivo “deseados”, como adelanté, nos obligan a admitir que la emisora de los versos intuye la unión, pero no ha llegado aun a ella. La escena es claramente desiderativa: estamos en la antesala misma de la unión transformante. Deseamos con la esposa que los dos luceros plateados que brillan simultáneamente en la fuente y en lo hondo de su ser sean de verdad los del Amado, no sólo los suyos propios. San Juan aún no ha descrito el éxtasis: se ha limitado a comunicar el deseo del éxtasis.
Pero en la próxima lira ocurre un vuelco poético inesperado. La protagonista, saliendo de su ensueño contemplativo, exclama de repente: ¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo! Los ojos deseados se han salido de la fuente argentada, cobrando vida propia. La línea divisoria que separa al alma de Dios es sutilísima –como todo místico sabe– y acaba de romperse. Ya la escena no es desiderativa, sino que se nos comunica como completamente real: una cosa es ver los ojos reflejados en la alfaguara, y muy otra verlos frente a frente. Podemos ver el sol reflejado en el agua, pero si lo miramos directamente nos ciega. La Esposa teme pues cegarse ante la Luz de estos ojos que ahora son brasa viva. Hemos pasado del deseo a la certeza, de la fe al éxtasis. Como dejó dicho Egidio di Assisi: “ví a Dios tan de cerca que perdí la fe”.
Es tal el impacto de enfrentarse a esos ojos que la hacen salir de sí, que la protagonista pide misericordia: ¡apártalos, Amado, que voy de vuelo! Avertere oculos tuos a me, quia ipsi me avolare fecerunt, había gemido la Sulamita a su esposo (Ct. 6,5), pero la aniquilación del ser que intuye la Esposa juancruciana es mucho más honda. El vuelo que emprende no es el vuelo ansioso que llevaba antes en su camino de búsqueda, rielando presurosa sobre el mundo creado: ahora ha adquirido alas para ir a Dios sin intermediarios. San Juan explica en sus glosas que los “rayos de la alteza de Dios”, se le comunican con tal fuerza que, “la hacen salir de sí por arrobamiento y éxtasis” (Cántico B 13,2). Hemos llegado a la unión transformante, a las nupcias ultramundanas del alma con la Divinidad.
En los momentos en cúspide del poema como éste las perspectivas se invierten y el espacio-tiempo se anula. La Amada ha anunciado a su Esposo que “va de vuelo” pero ¿cómo va a volar hacia esos ojos, si los ve hundidos en la fuente profunda de su propia ipseidad? Hay una súbita simultaneidad de direcciones: la amada vuela pero no hace otra cosa que hundirse en la fuente de sí misma. Allí encontrará, como Narciso, la muerte, pero la muerte del ego no será para ella la extinción del ser, sino la transmutación del ser. El espacio, la dirección y las perspectivas colapsan: la Amada realmente no traza camino. Realmente nunca lo hubo, porque ahora la esposa comprende que ir hacia el Amado no es otra cosa que ir hacia ella misma, que sumergirse en el hondón de su ser. En estos momentos que anuncia su vuelo sobrenatural, comprende que da igual el ir o el venir hacia lo alto –el aire– o hacia lo hondo –el agua–. Ir al Amado es ya ir hacia ella misma. La intuición del cese de la dualidad que había experimentado al inclinarse sobre la alfaguara se ha cumplido. Abrazarse a sí misma es ya abrazar a Dios.
De ahí que el Amado hable por primera vez en el poema, bautizando a su pareja poética con el nombre aéreo de paloma, que la proclama como un nuevo ser dotado de la capacidad de vuelo y geminada por lo tanto a la incorporeidad etérea con laque siempre asociaos a la Divinidad. La huída del metafórico ciervo vulnerador de la primera lira es pues un espejismo, pues lo que realmente hace el Amado es acudir velozmente en pos de su amada. El lugar del encuentro no pueden ser aquellos montes y valles del espacio visible que la esposa holla en las primeras liras del poema, sino el espacio innombrable del ápice del alma, la fons sellata sin imagen donde únicamente podemos reflejar al Dios vivo que llevamos dentro.
Atrás quedó pues el deseo y el humilde si condicional que interpone la esposa al momento de inclinarse ansiosa sobre la fuente. Algo crucial ha sucedido justamente entre las dos liras: en una se intuye la unión mística; en la otra, ésta se celebra con asombro. El éxtasis o salida de sí queda patente cuando la esposa pide clemencia: “¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo!” Y, en efecto, va de vuelo mientras lo dice. Se ha roto la tela del dulce encuentro en este plano trascendido de conciencia donde los espacios y los tiempos se anulan.
¿Pero exactamente de qué manera ha ocurrido el instante mismo de la experiencia mística? ¿Cómo nos comunica San Juan el paso inimaginable de este plano terrenal al plano eterno? ¿Cómo sugiere el momento en cúspide donde el alma descubre de manera intempestiva –así lo sentía Teresa de Jesús en las sextas moradas– que ha abandonado su limitada ipseidad para pasar a compartir la esencia infinita de Dios? San Juan no puede decir nada de ese vuelo del espíritu. Ha quedado sin palabras. Recordemos su precaución solemne: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene” (Llama 2,21). El poeta pasa en silencio las particularidades del trance que tanto deseó vivir, y que luego llegó a experimentar, y lo coloca, eso sí, en el intersticio reverente que separa ambas estrofas. En el espacio de ese impronunciable allí es donde se ha rasgado la tela del encuentro, donde nos es dado escuchar el jubiloso crujir del velo sobrenatural haciéndose trizas. Entre la súplica desiderativa –si […] formases de repente/ los ojos deseados/que tengo en mis entrañas dibujados– y el hallazgo descomunal –¡Apártalos Amado, /que voy de vuelo! – hay un instante al blanco vivo que contiene, en el espacio sagrado de su oquedad invisible, el mismísimo éxtasis infinito que todo el “Cántico” celebra. Imposible decirlo: el que lo sabe, no lo dice; y el que lo dice, es porque no lo sabe. Lo único que nos es dado percibir es el preñado silencio que separa las dos liras del poema. El más total, el más respetuoso, el más sapiencial de todos los silencios.
La ruptura que ocurre entre una lira y la otra es tan sutil que apenas se advierte. Pero es justamente en ese espacio mudo que hemos pasado, in ictu oculi, del ego al Unus/ambo, del mundo sensible al mundo incorpóreo, de la búsqueda del Amado a ser el Amado mismo. “Del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero”. San Juan no quiere hablar, no sabe hablar, no debe hablar, y calla. Sólo así evitará desacralizar el milagro unitivo indecible.
Pero éste no es el único verso silente del “Cántico espiritual”. Reparemos de nuevo en el extraño verso que sigue a continuación del grito extático de la esposa, enunciado en el primer heptasílabo de la lira: “Apártalos, Amado”. A esta exclamación suplicante sigue un endecasílabo: “que voy de vuelo / vuélvete paloma”. Estamos ante el prodigio vivo de un verso que dos voces, la de la amada y la del Amado—cantan al unísono. En este endecasílabo, inusitado en las letras áureas, el poeta vuelve a obnubilar la distinción de ambas identidades, porque están en trance de unión. Los vocablos onomatopéyicos “vuelo /vuélvete” silban en nuestros oídos como el aire mismo, gracias a las letras líquidas “v” y “l”: difícil distinguir quién vuela ni quién celebra el vuelo. Es imperativo tener en cuenta la afasia reverente que la palabra aire o brisa encierra como código espiritual universal, alusivo siempre a la alta noticia de Dios: logos, pneuma, espíritu, prana, ruah, ruh.
Si consideramos este verso etéreo cantado a dúo aún más de cerca, advertimos que entre las voces “vuelo” y “vuélvete” hay que guardar un minúsculo, imperceptible, preñadísimo instante de silencio. En primer lugar, porque hay un cambio de voz lírica, ya que la protagonista poética anuncia su vuelo a su interlocutor sobrenatural y él le responde haciendo alusión a dicho vuelo del espíritu. El lector del siglo XVI era ducho en arrancar con la impostación de la voz las emociones del texto, que siempre se solía leer a viva voz. Y lo recuerdo porque es necesario marcar con un breve hiato el cambio de voz poética, el paso sutil de un protagonista a otro. Entre las dos voces etéreas, “que voy de vuelo / vuélvete, paloma” trenzadas milagrosamente en el vórtice mismo del acento en sexta sílaba[4], hay un instante mudo, imperceptible, que se detiene, reverente, ante el proceso mismo de una unión indecible. Es precisamente allí, en la pausa de ese silencio apenas enunciado, que las dos voces se funden en una. Amada en el Amado transformada. Lo sabe bien el poeta: es mejor insinuar la transformación mística al margen de las palabras, pues incluso el más alto de los versos desacralizaría el Misterio.
San Juan de la Cruz, que siempre habla del éxtasis bajo protesta, reitera su sigilo sublime en la próxima lira. Allí accedemos al más célebre de todos sus silencios –el que ahora surge, reverente, entre el Amado y sus atributos–: “Mi Amado las montañas”. Las liras se suceden, centelleantes, en regocijada cascada verbal: “los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos” // “La noche sosegada / en par de los levantes del aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora”. Jorge Guillén supo intuir la magnitud del prodigio que nuestro poeta encerró en el primer verso, que celebra el Amor desde la mismísima cima del éxtasis: “Atengámonos al verso tal como se encuentra, con una pausa que no tiene par: ‘Mi Amado las montañas’. [...] Ese blanco –ese instante de silencio– entre el Amado y las montañas designa y ofrece algo que sobrepuja el amor terrenal” (GUILLÉN,1962, p.138). Mi antiguo amigo Jorge Guillén no iba descaminado, bien que no apuró más ese misterio que tan bien había intuido: entre el Amado y la infinita esencia divina, reflejada ahora en el alma endiosada[5] de la amada, hay otro instante mudo que marca precisamente la fusión de la esencia de los amantes, ya indistinguibles entre sí. Como se trata, otra vez, del instante mismo en el que están aconteciendo las bodas ultraterrenales, el poeta vuelva a guardar un respetuoso silencio, y opta por no colocar ningún signo separador entre el Amado y su esencia, que comparte con la Esposa enamorada.
Los contemporáneos de San Juan tuvieron, por cierto, gran dificultad en comprender las extrañas licencias gramaticales del Reformador, que imitan la sintaxis profunda del hebreo original del Cantar de los cantares, que omite el verbo “ser”. Homenajeando los antiguos versos bíblicos, el poeta no dice “Mi Amado es las montañas”, sino “Mi Amado las montañas”. El epitalamio silencia, como es usual en las lenguas semíticas, el verbo “ser” y, al traducir los embriagados versículos del Cantar, Fray Luis de León, docto hebraísta, se vio precisado a suplir una y otra vez este verbo, que hoy ponemos entre respetuosos corchetes: “¡Ay, cuán hermoso, amigo mío, [eres tú], y cuán gracioso! Nuestro lecho [está] florido” (Ct. I,5). O bien: “El tu semblante, como el del Líbano” (Ct. V, 16). El “Cántico” imita pues tan de cerca la sintaxis del epitalamio que su verso castellano parecería incurrir en un aparente desliz gramatical, “desliz” que por cierto dio mucho quehacer a los primeros copistas del poema, que corrigieron, con alarma, la lira: “Mira Amado las montañas”; “Mi Amado en las montañas”[6].
Pero San Juan sabe muy bien lo que hace, y en sus glosas a los jubilosos versos nominales, que sustituyen el verso “ser” por una pausa, nos convoca al comprender mejor el proceso inefable de la unión. En la percepción de la Esposa, nos dice en el comentario, el Amado es uno con las montañas, porque la impresión que le producen éstas (altura, majestuosidad, buen olor), son semejantes a las que le produce el Amado: “estas montañas es mi Amado para mí” (Cántico B 14-15, 7). Los valles solitarios nemorosos le sugieren al alma refrigerio y descanso infinitos, las ínsulas extrañas la convocan al misterio insondable del Amado, y así sucesivamente a lo largo de las liras celebrativas, que Carlos Bousoño percibe como visionarias avant la lettre (Cf. BOUSOÑO, 1970 y 1990, y LÓPEZ-BARALT, 1998). Insiste San Juan: “todas estas cosas [montañas, ríos, valles] es su Amado en sí y lo es para ella” (Cántico B 14-15, 5). En el intercambio altísimo del amor, Dios la ha transformado en Sí y ella refleja a su vez la esencia de Él en el espejo infinito de su alma en esta noche de bodas celebrada más allá del espacio-tiempo. Dios es pues toda esa miríada de maravillosos espacios, montañas, músicas y noches en la percepción sobrenatural de la desposada. Los tiempos y los espacios no sólo se anulan, como en todo trance extático a salvo de ellos, sino que convergen en la identidad unificada de ambos. Ya ambos son las montañas, los valles y las noches en esta suprema danza ontológica de Shiva. Insistir en el verbo ser –“mi Amado es las montañas”– sería insistir en la separación de identidades, y ya ambos son Uno en unión transformante. De ahí la intuición genial de San Juan de la Cruz, que pasa en silencio el instante supremo de la unión mística, ocurrida en el intersticio preñado de infinito que hay que aspirar entre las voces “mi Amado” y “las montañas”. Tuvo, necesariamente, que enmudecerlo.
El poeta, que siempre se ha distinguido por sus imágenes centelleantes, ha rehusado encomendar al conjunto de unos míseros signos verbales –por hermosos que pudieran ser– el Misterio último. Nos veda el acceso a sus bodas ultramundanas, y tan solo nos permite intuirlas de lejos. Nunca mejor dicho: que nadie lo miraba. Va a solas con su Querido, también en soledad de amor herido. El Doctor de las Nadas labra con aire las escenas secretas de la transformación mística y acalla la melodía de los versos, componiendo su más alta música callada. Deja su palabra poética inaudible, oculta, inviolable, como su unión con Dios. No quiere profanarla urdiendo a su alrededor ritmos e imágenes inútiles. Estamos ante los mejores versos de San Juan de la Cruz: los versos que inscribió en el silencio, que esculpió en el viento, que hizo danzar al son de una música callada. Los que supo proteger de la tosca envoltura de la palabra, de los que sustrajo la cadencia musical, a los que les negó imagen. Los que se las arregló para esconder, cual tesoro palpitante, en los intersticios invisibles de las liras claves del “Cántico”. Sus versos enmudecidos, más aleccionadores que sus hermosísimas palabras desvalidas, nos aleccionan con su silencio grávido de infinito. Solo con este silencio podemos celebrar con reverencia el encuentro con el Dios vivo.
Referencias
ALONSO, Dámaso. La poesía de San Juan de la Cruz, desde esta ladera. Madrid: Aguilar, 1958.
ARMSTRONG, A.H. (ed). Selections. New York: 1953.
BOUSOÑO, Carlos. Poesía de San Juan de la Cruz. En: Boletín de la Real Academia Española. Madrid: 1990, pag. 467-474.
BOUSOÑO, Carlos. San Juan de la Cruz, poeta ‘contemporáneo’. En: Teoría de la expresión poética. Madrid: Gredos, 1970.
FERRÁS BAUSÁN, Jaime. Testimonios de San Juan de la Cruz sobre la inefabilidad. En: MANCHO DUQUE, María Jesús (ed). La espiritualidad española del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1990, pag. 143-154.
GUILLÉN, Jorge. San Juan de la Cruz o lo inefable místico. En: Lenguaje y poesía. Madrid: Revista de Occidente, 1962.
JUAN DE LA CRUZ, SAN. Obra completa. LÓPEZ-BARALT, Luce y PACHO, Eulogio (ed). Madrid: Alianza Editorial, 1991/2023.
LÓPEZ-BARALT, Luce. San Juan de la Cruz y el Islam (Colegio de México, México). Madrid: Hiperión, 1985/1990.
LÓPEZ-BARALT, Luce. Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante. Madrid: Trotta, 1998.
LÓPEZ-BARALT, Luce. Los silencios sonoros en san Juan de la Cruz. En: SANCHO FERMÍN, Francisco Javier (dir.). Doctrina y pensamiento. Actas del VI Congreso Mundial Sanjuanista. Burgos: Monte Carmelo/ Universidad de la Mística/ CITeS, 2023, pp. 21-44.
MERTON, Thomas. Entering the Silence. San Francisco: Harper, 1996.
SELLS, Michael. Mystical Languages of Unsaying. Chicago: The University of Chicago Press, 1994.
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[1] Advierto que siempre cito las obras de San Juan por López-Baralt y Pacho 1991/2009.
[2] He explorado a fondo los misterios de este poema en López-Baralt 1998, y su relación con la literatura semítica en López-Baralt 1985/90 y López-Baralt 2023. Abrevio aquí algunas ideas fundamentales de dichos estudios.
[3] Me hago eco de la frase poética que Ferdinand Padrón usa en su hermoso ensayo: “Una ráfaga enamorada: la corporeidad oscilante de los sujetos líricos del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz”, de próxima aparición en Trotta de Madrid en el volumen colectivo Repensando la experiencia mística desde las ínsulas extrañas (Luce López-Baralt, ed.).
[4] Como ha advertido Dámaso Alonso (1958), san Juan suele acentuar sus endecasílabos en sexta sílaba.
[5] El vocablo es de San Juan de la Cruz.
[6] Cito el manuscrito 125 de las Carmelitas Descalzas de Valladolid y la copia autógrafa de Ana de San Bartolomé, hoy en Amberes (cf. López-Baralt 1998, p. 140).