Mozart, del Edén al Reino[1]

Mozart, from Eden to the Kingdom

Fernando Ortega
Doutor em Teologia pela Pontificia Universidade Santo Tomás de Aquino – IT. Decano da Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA). Atualmente, preside o Instituto para la Integración del Saber. Contato: fernando_ortega@uca.edu.ar


Voltar ao Sumário


Resumen:Tal vez la metáfora de la vida más evidente para designar el secreto de la música de Mozart sea la del Edén, el Paraíso. ¿No es acaso su música, en sus momentos más inspirados, puro anhelo de una felicidad original, plena? Pero, paradojalmente, fue la Muerte el tema que ocupó el centro de su pensamiento musical. Paradoja solo aparente, ya que la muerte que el músico fue aceptando e incorporando a su obra, purificó de sus inherentes equívocos y espejismos a dicha metáfora primera. Así, y atravesada una densa Noche del espíritu, ella se transfiguró en esperanza del Reino.

Palabras clave

Música, Edén; Reino; muerte; Noche

Abstract: Perhaps the most obvious metaphor of life to designate the secret of Mozart's music is that of Eden, Paradise. Isn't his music, in its most inspired moments, pure longing for an original, full happiness? But, paradoxically, Death was the theme that took up the center of his musical thinking. Only an apparent paradox, since the death that the musician accepted and incorporated into his work, purified the abovementioned metaphor from its inherent misunderstandings and mirages. Thus, and going through a dense Night of the spirit, his music was transfigured into hope for the Kingdom.

Keywords: Music; Eden; Kingdom; death; Night

Tal vez la metáfora más elocuente para designar la cualidad propia de la música de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) sea la del Edén, el Paraíso. Así lo ha sostenido el filósofo Robert Misrahi en su libro El Edén Mozart (2018).

Precisemos ante todo que el término Edén, aplicado a la obra de Mozart, es una metáfora. Una realidad musical, que sólo existe el tiempo evanescente de su audición y solamente en y por medio de esa audición, no podría por sí sola constituir un mundo polivalente y polimórfico como sería un jardín real y dichoso. Pero esa metáfora nos ha permitido orientar nuestra reflexión y ponernos en camino hacia la comprensión de las significaciones más profundas de esta música. Se nos reveló entonces que, a menudo, esas significaciones coinciden con las ideas implicadas espontáneamente en los términos “paraíso” o Edén”. Esos términos evocan con fuerza ante todo la idea de “felicidad”, pero en una acepción “absoluta”. El Edén, según una opinión corriente tomada de las Escrituras que se dicen Santas, es un jardín milagroso donde se realiza y se vive una “felicidad” extrema e indestructible, en un sentimiento de eternidad. Sabemos que una tal felicidad es una ficción, pero ella conserva en el fondo de sí el Deseo de un estado realmente vivido de plenitud y satisfacción. La lucidez nos incita entonces a buscar una tal experiencia, a la vez deliciosa y plena, que será vivida fuera del mundo material, aunque sin estar marcada por el sello de lo irreal. Ese mundo, situado fuera de la materialidad cotidiana, y sin embargo real, es el mismo de la música de Mozart. (MISRAHI, 2018, 132).

Hasta aquí Misrahi. ¿Cómo no darle la razón? ¿Acaso no es la música de Mozart, en sus momentos más inspirados, una transparente aspiración a la vida y a la felicidad plenas, que denominamos “paradisíacas”? Esto lo comprenderemos al escuchar el segundo movimiento, Andante, del Concierto para piano 21 en do mayor, K.467, de 1785, a fin de entender de qué estamos hablando al evocar El Edén Mozart.

Paradojalmente, no fue la vida, sino la Muerte el tema que ocupó el centro de su pensamiento musical. Paradoja sólo aparente, ya que la muerte, que el músico fue aceptando, purificó dicha metáfora de sus inherentes equívocos y espejismos y, atravesada en 1790 por una densa Noche del espíritu, se transfiguró en esperanza del Reino, verdadera metáfora de la Vida “pascual” que eclosionó en las inefables obras de su último año, 1791. Es acerca de este proceso al que quisiera referirme aquí.*

1. La música ocupa un lugar privilegiado entre las artes a lo largo de todo el libro de George Steiner (1929-2020), Presen­cias reales (1991). Como él mismo lo afirma: “La cuestión de la música es central a la de la significa­ción del hombre” (STEINER,1991, 24); por eso “un mundo desprovisto de músi­ca [...] sería un mundo –explíci­tamente– inhumano” (STEINER,1991, 235).

¿Dónde radica, según Steiner, la singularidad de la música, la que hace de ella un fenómeno revelador del “mis­terio de la condición humana”? En la cuestión de “los límites del lenguaje” humano: “la música implica que se diferencie entre lo que puede ser comprendido, es decir, para­fraseado, y lo que puede ser pensado y vivido en categorías que trascienden tal comprensión” (1991, 39). En la música nos encontramos con verdades que “no son irraciona­les, pero que sí son irreductibles a la razón” (STEINER,1991, 39). “Esta irre­ductibi­lidad, dice el autor, es la fuente de mi demostra­ción. Puede ser que el hombre sea hombre, y que el hombre alcance los límites de una alteridad particular y abier­ta, precisamente porque puede producir música y ser poseído por ella” (STEINER,1991, 39). 

La música como límite del lenguaje, o como lenguaje del límite, queda así vinculada, en el pensamiento de Stei­ner, a la idea de “alteridad”: “Si el lenguaje, si el arte existen, es porque existe el otro” (STEINER,1991, 169). Esta alteridad, en su expre­sión más absoluta, y también más inhumana, es la muerte. Dice: 

En la muerte, la constancia obstinada del otro, de aquello sobre lo cual no tenemos dominio, adquiere su concentración más evidente. Es la facticidad de la muerte, facticidad que resiste completamente a la razón, a la metáfora, a la repre­sentación reveladora, la que hace de nosotros […] ex­tranjeros a nosotros mismos. (STEINER, 1991, 172.173) 

Por más inspirado que sea, ningún poema, ningún cuadro, ningún trozo de música -aunque la música casi lo logra- puede familiari­zarnos con la muerte […] el artista, el poeta, el pensador como dador de formas, buscan el encuentro con la alteridad en el lugar preciso donde esta alteridad es, en su esencia profun­da, más inhumana. (STEINER, 1991, 174)

Ese encuentro con la alteridad radical de la muerte resulta ser, paradojalmente, fecundo. Dice Steiner: 

Pero es en el ámbito del arte donde la metáfora de la resurrección adquiere una fuerza sensorial e imagina­ble [...] Es la intensi­dad lúcida del encuentro con la muerte la que engendra en las formas estéticas esta afirma­ción de la vitalidad, de la presencia viviente, que distin­gue al pensa­miento y al senti­miento serios de lo banal y del opor­tunis­ta. (STEINER, 1991, 173) 

Y esto es especialmente cierto en la música: 

La ener­gía que consti­tuye la música nos hace experi­mentar la ener­gía que es la vida; ella nos pone en una relación de expe­riencia inmediata con el inefable hecho primero del ser [...] Esta energía existencial es más profunda que toda determina­ción biológica o psicológica. (STEINER, 1991, 235)

Sigo citando a Steiner:

La música ha celebrado el misterio de las intuiciones de la trascen­dencia [...] De una manera evidente la música pone nuestro ser en contacto con lo que trasciende lo decible, con lo que supera lo analizable. En el Paraíso, Dante habla de una flecha que alcanza su objetivo antes de que la música emitida por la cuerda del arco haya cesado […] Esta permanencia puede representar lo que podemos concebir como más próximo a la especulación según la cual existen valores y energías en la persona humana […] que trascienden la muerte. El acceso a una tal intuición es, a la luz de la razón y de la ciencia, pueril y ridículo. Lo que podemos decir [...] es que existe una música que transmite simultáneamente [...] la finalidad de la muerte y una cierta negación de esta finalidad. Este movimiento doble, que depende del instinto humano pero que es un escán­dalo para la razón, es evidente y se hace transparente a la observación espiritual, intelectual y psíquica en el Quinte­to en do mayor de Schubert. Escuchad el movimiento lento. (STEINER, 1991, 259. 268)

 Lo que Steiner experimentaba en Schubert (1797-1828), y que comparto, es lo que hoy quisiera transmitirles acerca de Mozart.

2. Antes de pasar a él, prolongo las ideas de Steiner con las de Elisabeth-Paule Labat, religiosa benedictina que escribió un ensayo sobre el misterio de la música (1963), libro muy apreciado por Von Balthasar, quien le reconocía un “vuelo teresiano”. 

Escribe Labat: 

Hay que decirlo, cuando no traiciona su misión, la música, por una gracia que precede la gracia, nos lleva, nos conduce más allá de nosotros mismos, pero al precio de un desgarramiento y de una muerte, a la región de la unidad y de la vida. Si ella –la música– es un recuerdo del paraíso terrenal, del cual ella no puede darnos más que una vana nostalgia, es hacia un paraíso celestial –no ya terrenal, sino celestial– que ella quiere atraernos. Paraíso al cual no es posible acceder sino al precio de un desapego sin límite. Es por eso que su llamado es a la vez apaciguamiento e inquietud, alegría y sufrimiento. Acogida por un alma atenta y receptiva, su mensaje la abre a una vida nueva de renunciamiento. (LABAT, 1963, 13)

Ya que lo que busca en definitiva, esta música soberana, es arrancarnos a este mundo y, en el seno de este mundo, a través de él, conducirnos hacia Aquel por quien subsiste este mundo, y que vive infinitamente más allá de este mundo, al mismo tiempo que siempre está presente en él: Dios. No olvidemos que estamos en un universo de pecado, y que Dios –santidad, belleza, bondad, luz infinita– no puede ser alcanzado sino por aquellos que pasan por las grandes aguas de la muerte como Cristo, nuestra Pascua, al cual nos incorporamos en su abajamiento como también en su gloria, en su dolor como en su alegría. (LABAT, 1963, 13)

Volviendo a nuestro músico, llama la atención que el caso de Mozart haya atraído a importantes teólogos, todos los cuales han coincidido en percibir en su música una cualidad única. ¿Quiénes son esos teólogos? Karl Barth, Hans Urs von Balthasar, Hans Küng, Benedicto XVI, Pierangelo Sequeri, por citar a los más conocidos. 

Comienzo con Karl Barth. Un primer texto, poco conocido, tomado de su admirable libro Imágenes del siglo XVIII (1949), planteaba la originalidad de nuestro músico. Hablando de la música del siglo XVIII, afirma que junto a Bach, Händel, Gluck o Haydn: 

[…] hijos de su tiempo, cuya música se asemeja al mar sin ninguna orilla a la vista […] hay un músico que teniendo también él todo lo que lo distingue de sus predecesores y de sus sucesores, poseía además algo propio: la melancolía o el temor de saber algo sobre ese límite. Él, como su Don Juan, escuchaba los pasos de la Estatua del Comendador, sin dejarse sin embargo perturbar en la pureza de su juego por la presencia del convidado de piedra. He nombrado a Wolfgang Amadeus Mozart. (BARTH, 1949, 67-68)

En su Dogmática eclesiástica (1950) al comenzar su tratado sobre la Creación, considera imprescindible referirse a Mozart, a quien llama “incomparable”: 

¿Por qué y en qué se puede llamar a Mozart incomparable? ¿Por qué ha producido, para aquel que pueda escuchar, casi con cada compás que le pasaba por la cabeza y que asentaba sobre el papel, una música para la cual el término «bella» no es la palabra adecuada? […] ¿Por qué se puede sostener que Mozart tiene su lugar en la teología, en particular en la teología de la creación, y también en la escatología? Sin embargo, no fue un padre de la Iglesia ni, al menos en apariencia, un cristiano ferviente en particular, y, lo que es más: ¡era católico! Y cuando no estaba componiendo ¿no parece, al menos según nuestras concepciones, haber llevado una vida un poco ligera? 

Sin embargo, se le puede otorgar un lugar en el ámbito teológico, porque acerca del problema de la bondad de la creación en su totalidad sabía cosas que escapaban a los verdaderos Padres de la Iglesia, a nuestros reformadores (y a muchos otros teólogos), o que, en todo caso, no han sido capaces de expresar y valorar; y esas cosas, los otros grandes músicos anteriores y posteriores a él, es como si no las hubiesen conocido. […] Había escuchado algo y hasta el día de hoy hace escuchar, a quienes tienen oídos para hacerlo, lo que al final de los tiempos veremos: la síntesis de las cosas en su ordenación final. Es como si a partir de este fin él hubiese escuchado el unísono de la creación, a la cual también pertenece lo oscuro, pero cuya oscuridad de ninguna manera es tiniebla; y también el defecto de ser, que de ninguna manera es falta; y también la tristeza, que no llega a transformarse en desesperación. Et lux perpetua luceat eis […] Mozart, como cualquiera de nosotros, no había visto esa Luz, pero escuchó el mundo creado totalmente aureolado por ella. 

Era para él algo profundamente natural escuchar más fuertemente el SÍ que el NO, en lugar de un tono neutro en una especie de medio. Solo escuchaba el NO en y con el SÍ. Pero esta división desigual no le impedía escuchar los dos a la vez. No escuchaba de manera aislada uno de los dos, abstrayéndolos. Escuchaba concretamente. Por eso, lo que produjo fue y permanece siendo música total. Y al escuchar, sin ningún resentimiento y sin parcialidad, el mundo de las criaturas, no es su propia música la que él manifestaba en realidad, sino la de ellas, en una alabanza a Dios dual y, sin embargo, consonante. (BARTH, 1950, 337-339)

Sin duda conocedor del texto de Barth, el papa Benedicto XVI lo reformulaba a partir de su experiencia: 

Mozart es pura inspiración –o, al menos, así lo siento yo–. Cada tono es correcto, y no podría ser de otra manera. El mensaje está sencillamente presente. Y no hay en ello nada banal, nada sólo lúdico. El ser no está empequeñecido ni armonizado falsamente. No deja fuera nada de su grandeza y de su peso, sino que todo se convierte en una totalidad, en la que también sentimos la redención de lo oscuro de nuestra vida y percibimos lo bello de la verdad, de lo que tantas veces querríamos dudar. La alegría que Mozart nos regala, y que yo siento de nuevo en cada encuentro con él, no se basa en dejar fuera una parte de la realidad, sino que es expresión de una percepción más elevada del todo, que solo puedo caracterizar como una inspiración, de a que parecen fluir sus composiciones como si fueran evidentes. De modo que, oyendo la música de Mozart, al final queda en mí un agradecimiento porque él nos haya regalado todo esto, y un agradecimiento porque esto le haya sido regalado a él. (BENEDICTO XVI, 2006, Mein Mozart).  

Por su parte, Hans Urs von Balthasar, confesaba: “Existen verdades que requieren palabras y palabras para ser expresadas. En cambio, cuando se escucha a Mozart, al menos por un instante todo es simplemente como debe ser: la gracia, la creación, la reconciliación” (BALTHASAR, 1987).

El gran teólogo vio en “La Flauta Mágica” la realización del tránsito con el que intitulé esta ponencia. Dice así: 

Pero nosotros, vistos tanto cristiana como mundanamente, ¿no nos hallamos acaso en camino entre el “Paraíso” y el “Cielo”, no surgimos de Dios y vamos hacia Dios, ¿atravesando todas las aguas, todo el fuego, todo el tiempo, todo dolor y toda muerte? ¿Y por qué no hemos de dejarnos guiar, con “La Flauta Mágica”, por un inusitado presentimiento de amor, luz y gloria, ¿de eterna verdad y armonía a través de todas las disonancias de la existencia? ¿Hay una manera mejor, o simplemente otra manera de anunciar la dignidad de nuestra filiación divina, que esta permanente actualización de nuestra procedencia y de aquello hacia lo que aspiramos? (BALTHASAR, 19982, 61-62) 

A partir de estos testimonios, les propongo una mera alusión al proceso vivido por Wolfgang Amadeus Mozart entre 1790 y 1791, es decir, en los dos últimos años de su vida. Se trata de uno de los capítulos más fascinantes de su biografía espiritual y musical. Dicho proceso tuvo lugar hacia el final de una década prodigiosa (1781-1790), a lo largo de la cual floreció su madurez musical y humana, que se manifestó de manera sobreabundante en sus Conciertos para piano (del 14 al 26), en su música de cámara (tríos, cuartetos y quintetos), en su música religiosa (Gran Misa en do menor) y masónica (la “Música fúnebre”), en sus últimas sinfonías (38 a 41) y, de manera especial, en la ópera: Idomeneo, El rapto en el Serrallo y la milagrosa trilogía Da Ponte: Le ­­Nozze di Figaro (1786), Don Giovanni (1787)y Così fan tutte (1790). Fue a continuación de esta última obra que Mozart se internó en la “noche oscura” del año 1790, signado por una rara sequedad creativa (¡cuatro obras!). Considerados en su conjunto, estos “años de oro”, como los llama Robbins Landon, constituyeron para Mozart, especialmente hasta el estreno de “Las Bodas de Fígaro”, en 1786, una suerte de “Edén musical”. Pero, a partir de 1787, año de “Don Giovanni”, su suerte en Viena comenzó a declinar rápidamente. Y es en 1790 cuando la situación llegó a su momento más crítico. Ese año se había iniciado con el estreno de Così fan tutte, por lo tanto, de manera muy auspiciosa. Pero las representaciones de esta ópera se suspendieron después de la cuarta función, a raíz del fallecimiento del emperador José II, el 29 de febrero. Esta muerte debió inquietar seriamente a Mozart, ya que su puesto como músico de la corte se lo debía al emperador. La inquietud tenía que ver con la situación financiera del músico, situación que ahora, en 1790, es catastrófica:

Entramos en uno de los períodos más sombríos, y diríamos más desérticos de toda su vida. Período de abandono, de inquietud, de abatimiento y de enfermedad, período en el que todos parecen olvidarlo, abandonarlo y traicionarlo. […] Mozart se hunde en la oscuridad, y, consiguientemente, en la más completa miseria. (T. DE WYZEWA, G. DE SAINT-FOIX, 1988598).

Los pedidos de auxilio a Puchberg, amigo masón y rico comerciante, se multiplicaron a lo largo de este año negro (20 de febrero, finales de marzo, 8 de abril, 23 de abril, 1 de mayo, 17 de mayo, 12 de junio, 14 de agosto…). Además de recurrir a la ayuda de Puchberg, Mozart cayó en manos de usureros: 

Yo, el que suscribe, W. A. Mozart, compositor de la corte, certifico y reconozco por la presente para mí, mis herederos y descendientes, que el señor Heinrich Lackenbacher me ha prestado, a petición mía, y para cubrir mis necesidades actuales, un capital de 1000 florines.[2] (MOZART, V, 225, 1986)

Pensemos que el salario anual de Mozart era de 800 florines. 

Por otra parte, su salud había declinado. El 14 de agosto confesaba a Puchberg: 

Así como ayer me sentía bastante bien, hoy, por el contrario, estoy muy mal. No he podido dormir en toda la noche a causa de los dolores […] puede imaginarse mi situación: enfermo y lleno de pensamientos y de tormentos, esta situación impide que pueda curarme. (MOZART, V, 223, 1986)

Pero no era sólo Mozart quien tenía problemas de salud: también Constanza, su mujer, a raíz de los continuos embarazos y partos (seis en diez años de matrimonio con Mozart), padecía graves problemas de várices, que la obligaban a instalarse en la localidad de Baden, buscando su curación en los baños termales. Todo esto, sumado a los médicos y remedios, implicaba un fuerte aumento en los gastos de la familia Mozart. 

Pero lo que pudo haber fracturado más hondamente el ánimo de Mozart fue el hecho de que, cuando el nuevo soberano, Leopoldo II, se trasladó a Frankfurt para ser coronado como emperador del Sacro Imperio el 9 de octubre, fueron invitados oficialmente a los festejos diecisiete músicos, pero entre ellos no figuraba el nombre de Mozart, ¡como si se tratase de un desconocido para el nuevo monarca! Entonces, hacia finales de septiembre, en un gesto desesperado, decidió hacer el costoso viaje por sus propios medios. Sabemos que llegó a dar un concierto importante, el 15 de octubre, en el que ejecutó dos de sus Conciertos para piano (K. 459 y K. 537). 

Todos estos reveses colaboran para intensificar un cambio en la orientación del genio musical de Mozart: “su pensamiento se despoja de toda atracción exterior, para hundirse en la meditación y el recogimiento” (SAINT-FOIX, 1988, 598). Así se expresa el musicólogo francés Saint-Foix, que culmina su mirada sobre el Mozart de 1790 con estas palabras, realmente claves para comprender en profundidad lo que ocurre: 

Corresponde hablar aquí de la humilde aceptación, de la resignación plenamente cristiana de Mozart: nada, absolutamente nada, desembocará en la actitud de rebelión de un Beethoven, que pretende que su lucha culmine en un triunfo. El [triunfo] de Mozart estará hecho solo de depuración, de purificación, de dulce y tierna sumisión: ¡no más recuerdos del romanticismo exaltado que inflamaba todo lo que escribía en la época de Don Giovanni y de las grandes sinfonías! Pero, sin embargo, no es menos un triunfo: la oscuridad, la miseria, lo conducen a un plano superior en el que todo se espiritualiza, se eleva, reviste una expresión menos directamente humana y, finalmente, se engrandece. Esto, creemos, sólo puede compararse con una ascensión hacia la santidad. Es en el transcurso de este retiro de 1790, en el que lo sumerge la adversidad, que descubre y realiza plenamente un arte que va a conducirlo hacia los cantos depurados de La Flauta Mágica, y hasta las súplicas últimas del Requiem.(SAINT-FOX, 1988, 605-606) 

Tras haber padecido mucho en 1790, Mozart renace en 1791. En este año final, Mozart “ya no pertenece a nuestro mundo” –como señala bellamente el musicólogo Massimo Mila (1989)[3] – y compone, incansablemente, una música nueva que da voz, simultáneamente, a una nostálgica despedida, y a un confiado renacer, que se encarnó en muchas obras maestras. Sabemos que la muerte fue una cuestión central y continua del pensamiento musical de Mozart en su madurez. Un importante testimonio de ello puede leerse en la carta que escribió el 4 de abril de 1787 a su padre gravemente enfermo: 

Me acabo de enterar de que usted se halla gravemente enfermo. No hace falta que le diga con qué ardiente deseo espero recibir de Ud.  noticias consoladoras, si bien me he hecho el hábito, en toda circunstancia, de prepararme para lo peor. Puesto que la muerte, por llamarla por su nombre, es la verdadera finalidad de nuestra vida. Es por eso que de unos años a esta parte me he familiarizado de tal modo con esta verdadera y perfecta amiga del hombre que su imagen no solo no me asusta, sino que me tranquiliza y me consuela. Y le doy gracias a Dios por haberme concedido la dicha y por haberme procurado la oportunidad (Ud. me comprende) de aprender a conocerla como la clave de nuestra verdadera felicidad. Jamás me acuesto sin reflexionar —a pesar de lo joven que soy— en torno a que quizá no vea el día siguiente… Y, sin embargo, no hay persona de cuantas me conocen que pueda decir que estoy gruñón o triste, y por esta dicha agradezco a mi Creador todos los días y se la deseo de corazón a mi prójimo. (MOZART, V, 182, 1986)

Ahora, en 1791, la muerte domina la acción interior de su música última, no tanto como trágico presentimiento final de su existencia, sino, sobre todo, como tránsito, un tránsito que a nuestro entender, lo transformó interiormente. El 7 de julio escribió a su mujer, que estaba fuera de Viena, las siguientes líneas: 

No puedo explicarte lo que siento: es un cierto vacío […] que me causa mucho dolor […] una cierta aspiración, que no puede ser satisfecha y que, por lo tanto, no cesa jamás […] que permanece siempre y hasta crece de día en día. Tampoco me calma mi trabajo, pues estaba acostumbrado a descansar por momentos y a conversar algunas palabras contigo, y ello me es imposible ahora. Si voy al piano y canto algo de mi ópera, muy pronto debo interrumpirme […] porque me causa demasiada impresión. (MOZART, V, 248, 1986) 

Pocos días antes de escribir esta carta, Mozart había anotado, en su catálogo de obras, con fecha 17-18 de junio, el motete Ave verum Corpus, para cuatro voces con acompañamiento de dos violines, viola, bajo y órgano. Coincidencia entre la experiencia de un vacío, de un intenso dolor, de una aspiración insatisfecha que crece de día en día, y una música celestial que, de manera inefable, nos acerca al corazón de la fe mozartiana, donde la muerte –la suya unida a la de Cristo– son umbral de una misteriosa plenitud, un anticipo del Reino. 

El texto latino del motete consta –en la versión de Mozart– de ocho versos: los seis primeros saludan el misterio de la presencia real del Cuerpo del Salvador en el sacramento eucarístico, afirmando su verdad (verum), en cuanto nacido de la Virgen, y crucificado en favor de la humanidad: Ave, verum Corpus, natum de Maria Virgine, vere passum, immolatum in cruce pro homine; cuius latus perforatum unda fluxit et sanguine (“Salve, verdadero Cuerpo, nacido de la Virgen María, que verdaderamente padeciste y te inmolaste en la Cruz por los hombres; de cuyo costado perforado fluyó sangre y agua”); los dos últimos versos cantan la súplica confiada: Esto nobis praegustatum in mortis examine (“Sé para nosotros un anticipo en el examen de la muerte”). 

Grandes exégetas mozartianos (Abert, Saint-Foix, Hocquard…) concuerdan en que Mozart concibió musicalmente el motete como un tríptico. Escribe Hocquard (1958): 

No se terminará jamás de enumerar los contrastes que se dan cita aquí: intensidad y distensión, exaltación y abandono, fuerza viril y ternura femenina, rusticidad y elegancia. En efecto, a la evocación de Cristo en Cruz, que se encuentra tan comúnmente en los maestros protestantes del Norte, Mozart agrega la veneración de la Presencia real en la Eucaristía. El misterio de la Redención dolorosa se cumple en la presencia eucarística, donde se aureola de gloria velada y de permanencia. Y las últimas palabras de la plegaria, acerca de la pregustación del Viático, evocan en Mozart la idea que fue el centro de su pensamiento (religioso y musical): la muerte. Idea que se volvió cada vez más concreta, a medida que el fin se acercaba para él (le quedaban seis meses de vida). Concreta al punto de confundir, según el más profundo de los equívocos, los rostros de Cristo sufriente y de Cristo glorioso. Allí reside la síntesis última que realiza esta obra, la cual, a fuer de perfección, es un acto de pura humildad. (HOCQUARD, 1958, 595-596)

Acerca del Ave verum Corpus escribe Reginald Ringenbach (2006), dominico, en un artículo intitulado “Dios es música”: 

La muerte vencida sigue siendo el pasaje obligado, pero ya no aterrador, hacia lo absoluto del amor. Es así que Mozart nos entrega el último secreto de su música, explicando la belleza luminosa y la luminosa transparencia. La música siempre busca transmitir algo del universo del amor; ella no hace de él un “mensaje”, sino que parece haber percibido su secreto, y nos lo hace oír. Pero en el Ave verum, hacemos más que escuchar, parece que nos introducimos sin dificultad en este mundo del amor. El perdón mismo desaparece, como si fuera en adelante inútil, como si fuera desbordado. La música se hace meditación. La música se expande en adoración. (RINGENBACH, 2006, 464).

Quiero agregar el testimonio de alguien que experimentó y que supo decir como pocos el núcleo espiritual de esta obra: 

Hoy sentí fuertemente la masividad, brutalidad, oscuridad, el carácter infranqueable de este mundo inmediato; y todo ello concentrado en la muerte infranqueable. Solo había esto aquí, brutal, enemigo, sólido, áspero: un muro gris de cemento […] y nada más […]; y allí una amenaza: no supongas que pasarás; o: yo soy todo, no hay nada más… ríndete. De pronto, el Ave verum Corpus: todo lo sólido, brutal, áspero, el muro gris, se desvaneció; y aquí mismo surgió dulzura, ternura y tibieza de niño recién nacido; un alzarse y desplegarse sin fin, un ser acogido amorosamente. El muro era ilusión maliciosa; en verdad era solo apariencia: se fue transformando en umbral y promesa cierta: había vencido un amor acogedor, un imposible. Y todo ello, precisamente, en la síntesis de todo lo áspero, brutal, sólido, anónimo de la muerte: in mortis examine que ya ahora aquí experimenté. ¡Qué llanto de agradecimiento!” (NESTOR CORONA, inédito)

Hemos tal vez llegado así a una mejor comprensión del Secreto que habita la música de Mozart. Sigue siendo válida la metáfora del Edén, pero se ha enriquecido, porque es un Edén no ilusorio, sino que conoce el No, a su vez redimido por el Sí divino, engendrando así un Edén celestial, un Reino, donde reina la misericordia:

[…] la verdadera, la que endereza, cura, invita a continuar el camino y lo acompaña. Ella es también la que habita la música de Mozart, imposible engañarse. Mozart se siente acogido, porque se sabe perdonado. El perdón es una de las claves de su música. Al perdón (o la misericordia, su otro rostro), lo describe, lo hace oír en toda su obra […] Mozart, como persona, ha iluminado todas las facetas de la misericordia, de la ternura de Dios. Y esta ternura musical está por encima de todo mal, lo hace fracasar por poco que nos prestemos a él. (RINGENBACH, 2006, 456.458).

Si reunimos los textos que hemos convocado en esta meditación, podríamos sintetizar su contenido común diciendo que la belleza de la música de Mozart está habitada por un Secreto al que es posible aludir con la metáfora del Paraíso, del Edén. Pero agregando que Mozart no canta solamente la nostalgia de un Paraíso terrenal, perdido, sino también y sobre todo, la aspiración al Paraíso celestial, al Reino, del que su música ofrece, por momentos, un anticipo. Eso es lo que escucha. Eso es lo que quiere transmitir. 

Expresando todo esto en palabras de von Balthasar, diría que el corazón creador de Mozart anhelaba e intuía, de manera oscura y velada, “la suprema belleza, coronada de espinas y crucificada” (BALTHASAR, 1985, 35), la belleza del Amor misericordioso. Él es el verdadero Edén Mozart, que se fue transfigurando dolorosa y gozosamente, en presentimiento del Reino. 

Referencias 

BALTHASAR, Hans Urs von. Discurso al recibir el Premio Wolfgang Amadeus Mozart en Innsbruck, 1987.

BALTHASAR, Hans Urs von. Die Entwicklung der musikalischen Idee. Versuch einer Synthese der Musik (1925). Bekenntnis zu Mozart (1955). 2ª edición. Johannes Verlag, 1998.

BALTHASAR, Hans Urs von. Gloria. Una estética teológica, vol. I: La percepción de la forma. Madrid: Ediciones Encuentro, 1985.

BARTH, Karl. Images du XVIIIsiècle. Suiza: Delachaux & Niestlé, 1949.

BARTH, Karl. Die kirchliche Dogmatik, III, 3.   Zurich, 1950.

BENEDICTO XVI. Mein Mozart. En Kronen Zeitung, 6 de enero de 2006.

CORONA, Néstor. Inédito. Se agradece al autor la autorización de la publicación de este texto.

HOCQUARD, J.-V. La Pensée de Mozart.  Paris: Éditions du Seuil, 1958.

LABAT, Elisabeth-Paule. Essai sur le mystère de la musique. Paris: Fleurus, 1963.

MILA, Massimo. Lettura del Flauto Magico. Torino: Einaudi,1989.

MISRAHI, Robert. L’Eden Mozart. Bord de l’eau, 2018.

MOZART, W. A . Correspondance, V. BAUER, Wilhelm A.; DEUTSCH, Otto Erich; HEINZ, Joseph (eds). Traducción del alemán por GEFFRAY, Geneviève. Edición de la Fondation Internationale Mozarteum Salzbourg. París: Flammarion, 1986.

RINGENBACH, Reginald. Dieu est musique. La Vie Spirituelle, n.766, sept. 2006: 455-464. 

SAINT-FOIX, G. de; WYZEWA, T. de. Wolfgang Amadeus Mozart. Sa vie musicale et son oeuvre. 1777–1791. Paris: Bouquins, 1988.

STEINER, George. Presencias reales. ¿Hay algo en lo que decimos?  Barcelona: Ediciones Destino, 1991.

------------ 

[1] El siguiente artículo corresponde al texto de la conferencia de clausura, pronunciada por el autor en el IX Congreso Internacional de la ALALITE y VIII Jornadas: Diálogos entre Literatura, Estética y Teología sobre “Las Metáforas de la vida”, llevadas a cabo en la Pontificia Universidad Católica, Buenos Aires, del 27 al 29 de septiembre de 2023. 

[2] Toda la documentación epistolar citada en este artículo está sacada de: Mozart, W. A. Correspondance., vol. V, 1986.  

[3] Mila también aplica al Mozart de 1791 el texto de Rückert: Ich bin der Welt abhanden gekommen (“He abandonado el mundo…”).