La paciencia de la vida[1]Nacimiento, afectividad y apertura en la existencia humana

The Patience of Life: Birth, Affectivity, and Openness in Human Existence

Patricio Mena Malet
Doutor em Filosofia pela Pontifícia Universidade Católica de Valparaíso. Professor e diretor do Núcleo Científico e Tecnológico em Ciências Sociais e Humanas da Universidade de La Frontera - Temuco, Chile. Contato: nucleo.sociales@ufrontera.cl


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Resumen: Este ensayo propone una fenomenología de la paciencia entendida no como virtud o disposición ocasional, sino como estructura constitutiva de la existencia humana. A partir de una interrogación de la vida como fenómeno elusivo e inapropiable, se muestra que la paciencia surge como apertura originaria a la donación inobjetiva e invisible de la vida. El análisis se desarrolla en tres momentos principales: el nacimiento, considerado como acontecimiento discreto que funda una experiencia temporal ensanchada; la afectividad, pensada como vivencia de la autoafección y del resentir; y la vida misma, que al donarse y resentirse, expone al sujeto a un espaciamiento continuo de sí. Desde esta perspectiva, la vida no solo se vive, sino que se padece, se recibe y transforma al sujeto en paciente de su propia constitución. El nacimiento inmemorial, la afectividad como inmanencia radical y la pasibilidad esencial del viviente muestran que la existencia humana es inseparable de una espera inagotable, en la cual el sentido y el sí mismo nunca terminan de constituirse.

Palabras clave: Paciencia; nacimiento, afectividad, vida

Abstract : This essay proposes a phenomenology of patience understood not as a virtue or occasional disposition, but as a constitutive structure of human existence. Starting from an inquiry into life as an elusive and ungraspable phenomenon, it shows that patience arises as an original openness to the non-objective and invisible donation of life. The analysis unfolds in three main moments: birth, considered as a discreet event that founds an expanded temporal experience; affectivity, conceived as the lived experience of self-affection and of resenting; and life itself, which, by giving and resenting itself, exposes the subject to a continuous spacing of itself. From this perspective, life is not merely lived but suffered, received, and transforms the subject into the patient of its own constitution. The inmemorial birth, affectivity as radical immanence, and the essential passibility of the living being reveal that human existence is inseparable from an unending waiting, in which meaning and the self never fully accomplish themselves.

Keywords: Patience, Birth, Affectivity, Life

Introducción

Hay nociones que, por su aparente evidencia, terminan volviéndose invisibles al pensamiento: se las nombra, se las invoca, pero rara vez se las interroga en su radicalidad. La paciencia es, quizá, una de ellas. Comúnmente pensada como una virtud del carácter, prescrita como actitud o invocada como remedio frente a las vicisitudes del mundo, pocas veces se la afronta en su dimensión más originaria: como una estructura que sostiene nuestra forma de habitar el tiempo y de exponernos a la vida. ¿Qué significa realmente tener paciencia, o más aún, ser paciente? ¿Qué revela esta experiencia sobre nuestra relación con la vida, con el tiempo, con nuestro cuerpo, y con el otro? Estas preguntas no buscan ser respondidas desde la perspectiva de una moral o de una psicología del comportamiento, sino desde una reflexión fenomenológica que, más que clasificar, se propone hacer aparecer el modo en que la paciencia se da en nuestra existencia más propia. Se trata, en efecto, de pensar la paciencia no como una disposición episódica o secundaria, sino como un modo fundamental de constituirse y de sostenerse en el mundo, como una sensibilidad que posibilita la apertura misma del sentido.

En este enfoque, la paciencia no se reduce al manejo de un objeto determinado o a la espera de un bien específico; más bien, apunta a una recepción previa, a una donación que desborda toda apropiación activa. Aquello que se recibe pacientemente no es un ente objetivo, mensurable y disponible, sino una manifestación que, excediendo los modos habituales de aparición, requiere ser acogida en los límites mismos de nuestra finitud: un cuerpo que siente, una escucha que se demora, una visión que no se cierra sobre lo visible. Ciertamente, en la vida cotidiana, ser paciente puede tener un objeto: soportar la actitud molesta de alguien, atender un discurso excesivamente prolongado, esperar en una fila interminable. Sin embargo, incluso allí, si se examina con mayor detenimiento, lo que está en juego es menos el objeto como tal que la capacidad de sostenerse en una apertura al tiempo, a la duración, a lo que no se puede controlar ni anticipar del todo. Así, la paciencia, más que orientarse simplemente hacia un objeto, pone de manifiesto una disposición frente a una modalidad de la presencia: aquella que no se deja reducir a una presentación inmediata ni a una captación efectiva.

Para pensar esta dimensión radical de la paciencia, propongo abordarla desde una fenomenología de la vida. No porque se busque describir un objeto llamado "vida", sino porque la vida misma —en su darse— exhibe rasgos de inaprehensibilidad, de desbordamiento y de discreción que llaman a una espera estructural. La vida no se ofrece como un ente allí delante de nosotros, delimitable o agotable, sino como una donación continua, ilimitante, que, afectándonos desde dentro, abre el espacio mismo de nuestra existencia. Y, no obstante, aunque cada viviente la experimente en primerísima persona, la vida no se deja captar plenamente: se da en una presencia que es, al mismo tiempo, una ausencia de la visibilidad objetiva. Así lo recuerda Jean-Luc Marion cuando escribe que: 

“La vida -dice Marion-, si todos nosotros no la experimentásemos permanentemente, no estaríamos aquí para hablar de ella; y, sin embargo, si bien podemos hablar de ella, nos advertimos incapaces de pensarla, y más incapaces aún de definirla. Desde hace tiempo la biología dejó de buscar la vida en sus laboratorios […]. La filosofía no lo ha hecho mejor, a veces la invoca (por ejemplo, Aristóteles, Hegel, Nietzsche o Bergson) sin lograr elaborar un concepto preciso y operatorio. Michel Henry, el más lúcido de los recientes pensadores sobre la vida, así como el más radical, ha explicado por qué: porque ella no puede aparecer bajo la luz clara del mundo, precisamente, porque no revela una fenomenalidad común: no pertenece al mundo patente de las cosas, sino que nos afecta sin aparecérsenos. Se mantiene inmediatamente accesible, como una noche que es sentida, pero nunca vista” (MARION, 2022, p. 11). 

La vida “es sentida, pero nunca vista”: si todos nosotros no la experimentáramos permanentemente, ni siquiera estaríamos aquí para hablar de ella; sin embargo, al intentar pensarla, se nos escapa como fenómeno. La vida, por su naturaleza elusiva, no comparece en la claridad del mundo de los objetos, sino que nos afecta desde un fondo de inmanencia que desafía toda tematización. Esta elusividad de la vida nos ofrece un marco privilegiado para reconsiderar la paciencia: ella sería la disposición no a esperar algo puntual, sino a sostenerse en la apertura a lo que aún no ha terminado de manifestarse, a lo que excede nuestros esquemas de apropiación y comprensión. La paciencia, en este sentido, es más que una actitud virtuosa: es una estructura constitutiva de nuestra exposición a la donación de la vida. A partir de esta hipótesis, este ensayo propone examinar cómo la paciencia se revela como cooriginaria de nuestra existencia vivida. Para ello, centraremos la atención en los siguientes momentos esenciales de la vida humana que ponen en juego esta estructura de espera y exposición: el nacimiento como acontecimiento discreto e inapropiable, la afectividad como vivencia de la autoafección y del resentir. Cada uno de estos momentos aporta una comprensión de la vida misma como acontecimiento que ensancha nuestra experiencia temporal y nuestro ser en el mundo. Es siguiente dicho itinerario que se buscará mostrar cómo la paciencia es la condición misma de posibilidad de nuestra relación con el tiempo, con el sentido y con el otro.

1. El nacimiento como acontecimiento discreto: horizonte perdido y apertura a la existencia

El nacimiento se ofrece como un fenómeno paradójico: se da sin mostrarse plenamente, se manifiesta, sin aparecer, es decir, sin que se deje atestiguar en primera persona, precisamente, en la persona del naciente. Se trata, en efecto, de un claro-oscuro que desafía toda comprensión, pues su donación no es la de un objeto visible que está ahí, frente a nosotros, sino la de un acontecimiento de sentido que irrumpe desde fuera en la experiencia, pero que, sin embargo, la hace posible. En este sentido, el nacimiento se dona como un origen que no puede ser tematizado, como una irrupción que antecede a toda apropiación y que, cuando se le pretende observar -por parte de los testigos de un nacimiento-, este deje manifestarse propiamente como tal. Así, una indicación reveladora de esta discreción fenomenológica del nacimiento reside en el hecho, aparentemente trivial, de que yo nazco solo después de haber nacido. Esta formulación, lejos de ser banal, encierra una significación radical: mi nacimiento es un acontecimiento que me sucede antes de que pueda ser yo para mí mismo. En otras palabras, se sustrae, en su advenir al sujeto de la experiencia, aunque es precisamente lo que abre al naciente a esta última. Así, cuando afirmamos “haber nacido” -con lo chocante, por su obviedad, que pueda resultar esta constatación-, señalamos que el nacimiento, habiéndome sucedido, me ha pasado, sin embargo, sin mí. O, como afirma Jean-Luc Marion: “Mi nacimiento me da a mí mismo, pero no me aparece, ni se me muestra a mí mismo. Yo soy el único que proviene de él, pero a condición de seguir siendo el único que no lo ve” (2010, p. 294). El fenómeno del nacimiento, en esta clave, se da sin exhibirse. En palabras de Llorente: 

“se hurta a resultar examinado, descrito, analizado en modo alguno. Un evento tan ausente -indica Llorente- inasible e invisible como inamisible y extrañamente ‘presente’ in absentia durante la totalidad de nuestra existencia. La fenomenología del nacimiento aparece, pues, como una interpretación relativa a un fenómeno no propiamente ‘dado’ de forma actual (no ‘presente’), pero del cual poseemos, por utilizar una fórmula que habremos de revisitar, tan absoluta constancia como nula conciencia” (LLORENTE, 2023, p. 2).    

La discreción fenomenológica del nacimiento es, pues, correlativa a la impotencia radical del naciente para relacionarse con aquello que lo ha vuelto posible. De este modo, el nacimiento se impone como un hecho originario, como un acontecimiento fundador, del que tenemos “absoluta constancia”, pero que, sin embargo, es inmemorial, pues cae, si así se puede decir, fuera del campo de nuestra experiencia. El nacimiento se substrae de la memoria en primera persona, no aparece, sino solo de un modo indirecto a través de testigos, de terceros que, con recursos narrativos, pueden refigurar el nacimiento de otro, pero nunca de sí mismos. Pero, tal elusión, tal discreción fenomenal, no es sin efecto en la vida del naciente; por el contrario, el fondo perdido e inapropiable propio del nacimiento, le da a la vida recién llegada una profundidad sin igual; o, el origen perdido que es el nacimiento abre la experiencia y la horada para darle hondura. Este primer acontecimiento, que ha sido vivido a nuestras espaldas, rehusándose por siempre a volverse actualmente presente, constituye y proyecta al sujeto de punta a cabo. Mas, ¿se podría decir acaso que el nacimiento es un evento que, dándose, solo se deja atestiguar a la postre como una ausencia fundamental? Por un lado, la ausencia del naciente a su propio nacimiento, y, por otro lado, la ausencia del propio nacimiento, es decir, el hecho de que este se sustrae a cualquier acto de aprehensión, a todo tipo de recuperación retrospectiva que tenga en éxito en no objetivarlo y transformarlo en un mero espectáculo. Pero, tales ausencias no son vacías. Por el contrario, abren horizontes. Así, si el nacimiento se manifiesta como un origen perdido e irrecuperable en cuanto acontecimiento, es decir, si se dona como una gran ausencia, al mismo tiempo, ofrece como herencia un mundo tan próximo -como el de la familia de procedencia- como antiguo -el tiempo de las fundaciones religiosas, sociales, etc.-. Ciertamente, se trata de mundos ya ausentes, pero que, sin embargo, aún resuenan en la experiencia del viviente y prefiguran su propia historicidad. El nacimiento ofrece, por tanto, un mundo y un tiempo ausentes, pero que están en obra y son capaces de singularizar al naciente. Y esto, incluso si el nacimiento mismo se manifiesta como un “horizonte insuperable del pasado contra el cual se topa toda tentativa retrospectiva” (COLLOT, 1989, p. 59)[2]. O, en palabras de Jacquet: “Nacer es emerger de un pasado nebuloso y de una vida que se mantiene por siempre opaca. El sujeto, quien no lo será nunca totalmente, emerge de esta nebulosa sin que el pasado pueda resolverse como transparencia” (2018, p. 6).    

Llegar a la vida, para el sujeto, es quedar abierto y vuelto, por un lado, hacia un horizonte irreductible e inasumible, como lo es el nacimiento, pero que, al mismo tiempo, ensancha ya la experiencia temporal del naciente. De este modo, su pasado no está restringido a aquel que puede ser en efecto retenido, recordado y, por tanto, retomado, pues el sujeto también queda abierto hacia “ese pasado que siempre he tenido sin haberlo visto nunca” (COLLOT, 1989, p. 59); sin haberlo visto ni vivido, ciertamente. Es así que el nacimiento devela la dimensión de horizonte que es propia de la existencia temporal humana y que implica el hecho de que el pasado posee una profundidad que es tan indefinida como exigente. Por un lado, retener, recordar, son actos que solo pueden realizarse volviendo productiva una distancia que, reversible, conserva, en última instancia, un nudo de irreductibilidad que es al que remite el acontecimiento de nacer. El pasado vivido y retenido, que no deja de alejarse, remite a su vez a un pasado más pasado cuya distancia se vuelve cada vez más infranquebale, pero que, por otro lado, aporta hondura a la vida nacida. Esta no está solamente remitida ni al puro y fugaz presente, ni a la experiencia vivida que se sedimenta y puede ser retomada como también olvidada; también queda en relación con un pasado del que no hay memoria, con un pasado, incluso, del que no ha habido testigos, tal como el de los tiempos fundacionales que nos narran los relatos mítico-religiosos. Al respecto, Claude Romano indica que: 

“Nacer, en ese sentido, es tener una historia antes de tener su historiahistoria prepersonal, literalmente inasumible, que introduce en la aventura un sentido excedente, inconmensurable a mis proyectos y, por consiguiente, radicalmente inagotable. A partir de tal sentido que transita mi aventura y del que yo mismo no soy el origen, se despliega también para mí un destino. Sin embargo, ese destino, que significa fundamentalmente el retraso en todo posible y en todo sentido en mi propia aventura, no es de ninguna manera una fatalidad. Dado que si ese pasado inasumible, prepersonal, anterior a toda memoria y a todo olvido que precede al nacimiento, pero al cual, inversamente, él abre, es un más-que-pasado con respecto al cual, por así decirlo, yo ‘me atraso’ siempre, él es también lo que hace que lo posible esté siempre “adelantado” a mí y surja así del futuro” (ROMANO, 2016, p. 122). 

Como se puede apreciar, el nacimiento abre tanto a un pasado más-que-pasado, según la expresión de Romano, pero también a un futuro que se adelante a nuestras previsiones y proyectos y que, tal vez por ello, nos aventura, es decir, hace de nuestra existencia un riesgo. Así, este comienzo perdido que es el nacimiento no se borra ni se recupera: resuena. Se hace sentir, no como contenido de una memoria, sino como lo que persiste como acontecimiento. En palabras de Marion: “Mi nacimiento se fenomenaliza, pero a título de acontecimiento puro, imprevisible, irrepetible, excediendo toda causa y haciendo posible lo imposible (a saber, mi vida siempre nueva), sobrepasando toda espera, toda promesa y toda predicción” (MARION, 2001, p. 53). El nacimiento dispone la existencia del naciente a la novedad: al ser inapropiable e inmemorial, actúa sin cesar como una apertura. Lo que significa a su vez que al acontecer “antes de que yo pueda verlo y recibirlo” (MARION, 2001, p. 52), el nacimiento me entrega a mí mismo dándome, a la vez, la posibilidad de advenir. “Me da a mí mismo cuando se da” (MARION, 2001, p. 54). De este modo, el nacimiento no solo inaugura la vida, sino que la dispone a la posibilidad incesante de renovarse. La existencia humana aparece así como una espera inacabable, como una apertura constitutiva que no puede cerrarse sobre sí misma. Por eso, no solo he nacido: sigo naciendo cada vez que el mundo se me da de nuevo, cada vez que su sentido se transforma, se despliega y se renueva. Cada experiencia que desgarra la continuidad de lo vivido, cada interrupción que quiebra lo habitual, reactualiza el acontecimiento del nacimiento. En esta línea, puede decirse que el nacimiento posee una cierta continuidad ontológica, una permanencia discreta que estructura toda existencia humana como una existencia paciente, es decir, como una existencia abierta a lo que adviene, expuesta al don de un origen que no se agota.

El carácter inapropiable del nacimiento deja en evidencia que el naciente no puede proponerse como principio absoluto de sí. Hay un desfase originario respecto de su propio nacer, un retardo que no puede ser superado ni tematizado como un pasado disponible. Más aún, el naciente es dado a sí mismo según ese mismo desfase: nunca coincide plenamente consigo, nunca puede asumir el comienzo de su existencia. De ahí que el nacimiento revele la imposibilidad estructural del sujeto para apropiarse su propio surgir al mundo. Tal imposibilidad nutre, sin embargo, la experiencia humana proveyéndole un pasado más-que-pasado y un futuro que se asoma cargado de posibles impredecibles. Es así que una experiencia temporalmente ensanchada tiene como correlato un sujeto que no termina de nacer, esto es, cuya existencia está suspendida en una espera continua de sí y de lo otro. Su ser remitido al origen inasumible y al futuro impredecible hace que la constitución de sentido en la que se compromete el sujeto sea una tarea inacabada, pues, no es solo que el sentido de las cosas, del mundo, del otro no termine de darse a causa de los horizontes que acompañan su manifestación -horizontes que abren a las cosas a sus posibilidades y eventualidades-, sino que tampoco el sujeto concluye de nacer, esto es, no concluye el proceso de su propia constitución. Se trata de una espera que no trae consigo ninguna promesa de cumplimiento, de realización definitiva, pues ni las cosas, ni el sujeto se dan de una buena vez y para siempre. Hay una irreductibilidad de fondo en el darse de las cosas, de los otros, y de sí, y que destina al naciente a no dejar de nacer, es decir, a no dejar de recibirse en la experiencia de sí y de lo otro.  

2. Vida vivida, vida resentida: Sobre la inmanencia y la alteridad en la experiencia afectiva

Se nace a la vida, y nacido, se sigue naciendo a ella, pues el sujeto no cesa de llegar al mundo ni de recibirse a sí mismo en el mundo. En otros términos: la vida no solo acontece una vez, sino que se vive, se experimenta y, sobre todo, se prueba en cada instante. Por un lado, el término “vida” (Leben) remite al mero hecho de estar vivo, al dato de la existencia biológica; pero, por otro lado, evoca también la vivencia (Erleben), el hecho de vivir algo, que no deja de ser siempre un vivirse (Cf. BARBARAS, 2019, pp. 54-68). Así, la vida no es solo un dato, sino una experiencia que se autodespliega, un modo de afectación continua que estructura desde dentro el existir del sujeto. Desde esta perspectiva, la vida se manifiesta tanto como intencionalidad —un estar vuelto hacia algo otro: un objeto, una persona, una situación— como también como autoafección y heteroafección. De manera decisiva, Michel Henry subraya que antes de que la vida entre en relación con el mundo, ella se experiencia primordialmente a sí misma. La vida, antes de trascender hacia un exterior, se siente a sí misma, se afecta en su propia inmanencia. Esta autoafección originaria antecede toda relación con el mundo exterior.

Ahora bien, aunque las disposiciones afectivas —como la alegría, el temor o la tristeza— se despliegan como sentimientos dirigidos hacia algo —una noticia que nos alegra, una amenaza que nos atemoriza, una pérdida que nos entristece—, estos sentimientos, aun en su dirección hacia el mundo, hunden sus raíces en una autoafección anterior. Aunque la intencionalidad, como estructura constitutiva de la conciencia, parece dominar el análisis fenomenológico, cabe preguntar si este movimiento de trascendencia es realmente el fundamento último de la afectividad. Michel Henry responde negativamente. Según él, la intencionalidad, que reduce el aparecer al ver y al ser-visto, expone el fenómeno solo en tanto objeto: lo hace aparecer delante de una mirada, como algo que puede ser tematizado, delimitado y puesto a distancia. El aparecer intencional no es, entonces, más que el aparecer del ente como objeto. Al respecto, Henry indica lo siguiente: 

“Vuelta principio y único criterio de la fenomenalidad, acaparando el aparecer y reduciéndolo a su ver, la intencionalidad no se mantiene en tanto que ella misma: en tanto que hacer-ver, ella se arroja hacia lo que es visto, y eso, en una inmediación tal que su ver ya no es nada más, en realidad, que el ser-visto de lo que es visto, el objeto noemático cuyo estatuto fenomenológico es definido por su condición de objeto se agota en ella: en el hecho de estar planteado ahí́ ante la mirada. El aparecer ya no es nada más que eso, el aparecer cuya fenomenalidad es ese Adelante como tal, la exterioridad pura, el aparecer que es el aparecer del ente” (HENRY, 2003, p. 110).  

Sin embargo, la vida no se manifiesta de este modo. No comparece en el “adelante” de la objetividad, ni se deja tematizar como un ente entre otros. Su modo de donación elude la estructura de la distancia, propia de la intencionalidad, y se revela como inmanencia radical. Un ejemplo particularmente elocuente de esta fenomenalidad irreductible lo ofrece la experiencia del sufrimiento. Si aplicáramos una reducción fenomenológica rigurosa al sufrir, deberíamos atenernos a la vivencia del dolor mismo, sin remitirlo a causas externas: ni a un golpe sufrido, ni a un desarreglo orgánico. El sufrimiento puro, en tanto vivido, se da sin distancia alguna, sin la separación que media entre el ver y lo visto, entre el acto intencional y su objeto. Precisamente porque el sufrimiento no manifiesta otra cosa que a sí mismo, se revela como inobjetivable e invisible. Su referencialidad exclusiva a sí mismo muestra que la afectividad no puede comprenderse fundamentalmente en clave de intencionalidad. Por el contrario, la afectividad se caracteriza por su radical autoreferencialidad, por su absoluta inmanencia, por su estar absuelta de toda referencia a lo otro. Así, vivir la vida es experimentar una inmanencia sin afuera, una afectación que no transita por la mediación de un objeto, sino que se vive de manera inmediata.

Ante esta fenomenalidad inobjetivable, ¿qué acceso podemos tener a la vida? Solo uno: el acceso interior, el de la experiencia afectiva inmediata, la experiencia de mis impresiones, de mi sufrimiento, de mi deseo, de mi cólera —en suma, de esa impresión afectiva pura que constituye el tejido mismo de mi carne. Antes que estar abierto al mundo, el ser humano está originariamente vuelto hacia sí mismo, en un movimiento de autoafección que precede toda apertura trascendental. Como expresa Michel Henry, “la afectividad es la esencia de la ipseidad, todo sentimiento es, en tanto que tal, como sentimiento de sí, un sentimiento del Sí” (HENRY, 2011, p. 581). O, como señala Jean-Luc Marion: “No hay sensación de otra cosa sin la sensación de sí. De este modo, toda sensación de una cosa se redobla en una sensación de dolor o de placer. Dicho redoblamiento de la sensación permanecería como algo imposible si, por sí misma, mi carne no se dejase afectar; y esta sensibilidad intrínseca de mi carne precede a toda sensibilidad con la cosa exterior” (MARION, 2022, pp. 16-17).

Ahora bien, si la vida se da como autoafección, también se expone, inevitablemente, a lo otro. Como Henry y Marion insisten, no se puede ser afectado por otro si primero no se tiene la capacidad de afectarse a sí mismo. La vida, manifestándose en la autosensibilidad originaria, se abre de este modo a ser afectada desde afuera. Por eso, si bien la vida se siente primero a sí misma, esta autoafección posibilita un resentir: vivir es también padecer la vida, sufrirla, soportarla en su constante devenir. El viviente humano no solo siente: resiente. La vida nos pasa, nos atraviesa, nos hiere o nos exalta, y en esta conmoción hacemos experiencia de su acontecer. Aunque Henry tenga razón al señalar la primacía de la autoafección, ello no excluye que la vida se abra y se exponga a la alteridad. Sentirse a sí mismo es, paradójicamente, la condición para ser afectado por lo otro, y es en ese sentido que vivimos la vida como un acontecimiento que nos pone en juego, es decir, que la resentimos.

Conviene entonces considerar la vida bajo el par pasibilidad/posibilidad (Cf. MALDINEY, 2025, pp. 303-353). El sufrimiento revela que el sentimiento de sí se da como pasibilidad: la capacidad de ser afectado, de soportarse a sí mismo, pero también de abrirse a la afección de lo otro. Esta pasibilidad, lejos de oponerse a la actividad, constituye la base misma del poder-ser humano: ser es poder ser afectado y poder transformar, a la vez, la afectación recibida. El sufrimiento, aunque vivido en una inmanencia cerrada, no es puramente solipsista: necesita un cuerpo finito que lo padezca. Incluso cuando atendemos solo al modo de su manifestación, despojándolo de toda explicación causal externa, el sufrimiento remite a un sufriente, a un sujeto cuya carne es el lugar de la intrusión dolorosa. Esta intromisión afecta al sujeto de manera expansiva e ineludible, transformándolo silenciosamente. Que la vida se automanifieste implica también que ella se hace espacio en el viviente. Vivirse a sí mismo es, por tanto, vivir un continuo espaciamiento de sí, en el cual el sujeto se contrae en el dolor o se dilata en la alegría, se repliega en la pena o se expande en el amor. Sentir y resentir son dos caras de la misma afectividad: vivir implica transformarse, incluso en las modulaciones más sutiles. 

Es así que vivir es recibir la vida como un acontecimiento que nos llega, que nos impacta y que, al hacerlo, ensancha nuestros horizontes. Si anteriormente veíamos cómo el nacimiento ensanchaba la experiencia temporal del sujeto, ahora podemos decir que la vida vivida ensancha su experiencia espacial. La afectividad expande o contrae los límites de la subjetividad, confundiéndola a veces con el mundo o, en otras ocasiones, cerrándola sobre sí misma. Una alegría profunda puede dilatar la existencia hasta la comunión con el mundo; una tristeza abismal puede estrecharla hasta el repliegue; un terror puede suprimir toda salida, clausurando el espacio mismo de lo vivible. La vida, con su incesante excedente de sentido, solo puede ser recibida por un sujeto finito, pero capaz de ser afectado por la ilimitación. El viviente no existe sin esa capacidad de ser herido o engrandecido, contrayéndose o expandiéndose en respuesta al don incesante de la vida.

Conclusiones

La vida, en su donarse —en ese ser recibida que es el nacimiento—, y en su desplegarse como vida vivida, sentida y resentida, instala al sujeto en su condición más originaria de paciente. El viviente que somos no simplemente tiene vida: la padece. La vida se le impone como afectación, se hace sentir en él y, a través de esa afectación, le abre un espacio propio que no es sino el espaciamiento mismo de su ser: una separación silenciosa que lo distancia de toda inmediatez consigo mismo. En el simple hecho de vivir y vivirse, el sujeto se encuentra escindido de cualquier plena coincidencia. El nacimiento, por su parte, no solo marca un inicio biográfico; ensancha radicalmente la experiencia temporal, otorgando un pasado más-que-pasado —un pasado que nunca pudo ser vivido en primera persona— y un futuro imprevisible, cargado de posibilidades que nunca terminan de ser apropiadas del todo. Ambos modos de donación de la vida, tanto su ser recibida como su ser vivida, exponen al sujeto a la experiencia de una diferencia constitutiva, una distancia íntima que hiere y socava toda pretensión de autotransparencia, de coincidencia plena, de autofundación.

De este modo, la vida hace del ser humano un paciente en un sentido radical: uno que sufre y padece la vida misma, pero que, en el mismo movimiento, goza del ensanchamiento de su experiencia, allí donde la vida se abre espacio y le acontece. No se trata de una pasividad resignada, sino de una apertura constitutiva que configura el modo mismo de su existir. La paciencia que moviliza y sostiene la vida no puede ser comprendida en los términos habituales de una virtud ejercida ante circunstancias específicas. No se restringe a un momento determinado, ni se dirige hacia un objeto concreto, puesto que el modo de manifestación de la vida es esencialmente inobjetivo e invisible. La paciencia originaria que abre la vida no es un rasgo de carácter, ni una disposición elegida, sino un modo fundamental de ser: una disponibilidad sensible a recibir y a recibirse, sumergido en la corriente de una experiencia temporal que, enriquecida por el horizonte siempre abierto del nacimiento, nunca se cierra sobre sí misma. Estar vivo es ya estar comprometido en una espera, en una dilatación silenciosa que ningún acto de voluntad puede clausurar.

La ausencia radical del origen —esa inapropiabilidad que marca todo nacimiento—, la invisibilidad de la vida en su propio vivirse y la transformación incesante provocada por el resentimiento vital, configuran al ser humano como aquel que jamás termina de constituirse, ni a sí mismo ni al mundo que lo acoge. Vivir es, en este sentido, estar expuesto a una tarea interminable, habitado por una espera que no se agota ni en el acto ni en la reflexión. Finalmente, la vida solo se recibe naciendo a sí mismo y al mundo, en un nacimiento que no conoce retorno. Un nacimiento que, al no ser vivido plenamente por el naciente, se redobla en cada instante, dejando abierta la posibilidad infinita del sí mismo. Ese acontecimiento originario, que ninguno de nosotros recuerda ni elige, funda la vida como espera: como promesa inacabada, como apertura nunca clausurada para cada uno de nosotros. Vivir es, en última instancia, sostener esa espera silenciosa en la que la vida se manifiesta como don primero y como don siempre por venir.

Referencias

BARBARAS, Renaud. “Phénoménologie de la vie”. En Recherches phénoménologiques. Paris: Beauchesne, 2019, pp. 54-68.

COLLOT, Michel. La poésie moderne et la structure d’horizon. Paris: PUF, 1989.

HENRY, Michel. L’essence de la manifestation. Paris: PUF, 2011.

HENRY, Michel. Phénoménologie de la vie. I. Paris: PUF, 2003.

JACQUET, Frédéric. Métaphysique de la naissance. Louvain-la-neuve: Peeters, 2028.

LLORENTE, Jaime. Filosofía y fenomenología del nacimiento. Hermenéutica de una presencia inmemorial, Granada, Editorial Comares, 2023.

MALDINEY, Henri. Pensar al hombre y la locura. Salamanca: Sígueme, 2025.

MARION, Jean-Luc. Certitudes négatives. Paris: Grasset, 2010.

MARION, Jean-Luc. De surcroît. Paris: PUF, 2001.

MARION, Jean-Luc. “La vida, aquello que nunca se posee”. En: Roggero, J. (editor), El rigor del corazón. La afectividad en la obra de Jean-Luc Marion, Buenos Aires, SB, 2022.

ROMANO, Claude. El acontecimiento y el mundo. Buenos Aires: Biblos2016.

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[1] Este texto ha sido escrito en el marco del Proyecto Fondecyt Regular N° 1240701 del que el autor es investigador responsable.

[2] Al respecto, se pueden citar los siguientes versos de J. Laude: “Une blessure ouverte/désigne l’horizon/Allant vers l’origine et m’éloignant de l’origine/ se fraye un chemin blancligne après ligne limitant l’espace” (citado por Collot, 1989., p. 59).